La distancia salvada: René Girard, in memoriam

Por David García-Ramos Gallego, 8 de noviembre de 2015

Antes de sumarme al merecido homenaje, al panegírico, a la laudatio del amigo, maestro e inspiración de tantos, quisiera compartir una pequeña reflexión. Cuando alguien muere se desencadena un diluvio de alabanzas. Hasta Hollande ha tenido palabras para René Girard en twitter –cuyas respuestas dan el tono de la nación y del planeta: empezando por la confusión con el homónimo entrenador de fútbol y terminando… bueno, por todo lo demás–. Aquí se recogen algunas de las reacciones oficiales en Francia y en esta entrada del blog brasileño miméticos tenemos recogidas algunas de las reacciones más importantes. No son más que la punta del iceberg de lo que vendrá, estoy seguro. Y todo, porque como bien comentaba José Vicente Bonet en la anterior entrada de David Atienza, en este caso es necesario el homenaje y la reivindicación porque todavía hay mucho por hacer  –¡por pensar, el qué-hacer del filósofo!– con el pensamiento de René Girard.

Pero, como muchos girardianos se temían, viene ahora la alabanza de su obra, por su persona, en fin, por todo lo que caía –¡cae!– bajo el nombre René Girard. Como si la muerte activase una suerte de mecanismo, un memorial del fallecido, un necesario hacer memoria del amigo que no está, del familiar ausente. Lo cierto es que tendemos a hablar del que no está, del ausente, siempre que estamos en grupo. Más aún de aquel que está ya –¡pero está!– a una distancia insalvable con el mero lenguaje. Serían las palabras que les dedicamos una forma de convocarlos de vuelta, de tender puentes, de trazar rutas de acceso a aquel que ya no está a la mano.

Yo no conocí a Girard, ni comí con él. Ni siquiera le dirigí una carta pidiendo consejo académico.

¿Por qué me permito entonces hablar de él? ¿Lo hago en calidad de experto, un doctorando más en la obra de Girard? ¿Porque no recuerdo cuándo comencé a leerlo –los dieciséis, los diecisiete…–? ¿Porque condicionó de tal manera mi forma de leer, de interpretar, de conocer que me es difícil ser crítico con su obra o buscarle fallas? ¿Porque tengo, yo también, tan anotados sus libros, en aquellas ediciones de Anagrama, que empecé a comprarme sus libros en francés –los traducidos y lo que aún no lo estaban– para poder añadir más notas? ¿Porque muchas veces el palimpsesto de mis textos es un texto de Girard?

Si escribo estas líneas es, en primer lugar, por simple agradecimiento: crecer a la sombra de su voz clara y, a veces, monomaniaca –pensar de erizo–, me ha dado una voz propia. Todo poeta sabe que para alcanzar su propia voz ha de ser fiel imitador, hasta sufrir «la ansiedad de la influencia«, de otro poeta. Si escribo estas líneas es porque, profesor a distancia, nunca tuve necesidad alguna de matar a mi maestro, no interfería con mi ámbito de acción –es más, a mis conquistas juveniles les parecía exótico este René Girard y su deseo mimético–. Porque su mediación siempre fue externa. Y sospecho, por la noticia que de él me dan otros más cercanos –James Alison, Cesáreo Bandera, Ángel Barahona, Carlos Mendoza, Pierpaolo Antonello, Bill Johnsen, con quienes he tenido la suerte de compartir mesa–, que ni aún estando dentro del ámbito de su acción, como ellos han estado, jamás hubiera descendido a la arena de la medicación interna. Y no por no ser él polémico: él mismo ha reconocido en varias entrevistas que le encanta provocar. Pero su provocación tenía un único objetivo –target–: la verdad, cuya voz se preocupó por escuchar toda su vida.

Ahora que estoy terminando mi tesis sobre Girard… ¿tendré que cambiar los tiempos verbales, pasar del es al fue?

Si escribo estas líneas aquí y ahora es por la distancia, esa distancia que él teoriza como de pasada en sus libros. René Girard es el gran teórico de la distancia. Más y mejor que Jean Luc Marion. Más claro –y no le resto a Marion ni un ápice de claridad–, más directo: la distancia es necesaria, el retiro, la espera, la paciencia –¡la pasividad de la paciencia en Levinas también!–. Cuando alguien muere la distancia se hace insalvable y los que quedan la padecen, la sienten, la potencian: cada elogio –este también–, cada condolencia, cada homenaje, nos alejan más de René Girard. Lo fosilizan. Lo ponen a distancia.

Girard, René, recorre la distancia última, salva el paso infranqueable: toda rivalidad con él es ya imposible –si alguna vez lo fue, y me dicen que no, otra vez, sus amigos–. Es esta la comunión espiritual, la de la rivalidad superada, en la que ha ingresado Monsieur Girard. La antesala fue su ingreso en la Academié francesa, los inmortales de la Nation. Léase, si no, la respuesta de Michel Serres a su ingreso –en español está incluida en Aquel por quien llega el escándalo–: Michel llama hermano a René.

Podremos hablar del valor epistemológico de su obra, de su validez o no, de su alcance, de su falta de rigor, de su maldito cristianismo, de su bendita conversión… de su persona, de su talla académica, familiar, de su amistad y cordialidad… pero no hoy. Hoy quería hablar de lo que debería significar esta distancia última, esta retirada: tratar de escuchar la voz desconocida de lo real. Tan desconocida hoy como ayer, y tan poco oída. Que Girard se haya retirado hoy nos debería invitar a todos los que hemos frecuentado su obra a aplicar el oído otra vez más.

Por mi parte he decidido honrar esta distancia manteniendo los tiempos verbales de mi tesis. Esconderé mi fe, tímida como un grano de mostaza, tras el tropo del presente histórico. Solo tú y yo sabremos, René, que más allá de la memoria, ese presente histórico es el de la promesa de conocernos un día. En tanto ese día llegue y yo vaya recorriendo la distancia desconocida de mi vida: gracias, René.

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