La eficacia del don (I)
Por David García-Ramos Gallego, 4 de septiembre de 2013
Quisiera iniciar aquí una serie de reflexiones sobre el don (siguiendo la veta abierta por Ángel Barahona), pero no ese don de la economía del don de la moderna antropología. Me gustaría referirme al don como gratuidad absoluta: dar sin realmente esperar recibir nada a cambio –como si no fuéramos animales de retribuciones, como si no fuéramos el producto del gen egoísta, como si cupiera esperanza a esta devastada y hueca especie, el hombre–. Dar-me al otro sin reservar-me nada –este dar-me con el tachado del yo tan poco popular, y no el dar-se impersonal aquel de ciertas evoluciones de la izquierda heideggeriana–. El don no como trato sórdido con el que salvar el pellejo en estos tiempos que vivimos. El don como una renovación del ser más allá del ser, como una re-creación, más que un tikkun olam (reparar el mundo) –loable en sí mismo–, una nueva creación. Partiremos de algunas frívolas reflexiones –como la de hoy– a través de las cuales sería deseable llegar a una definición de este don.
Para empezar, hagan de vates: ¿creen que funcionará esta idea (una red de la gratitud) de la modelo Lily Cole?
La economía del don, así, secularizada ¿podrá funcionar? ¿No es una ONG más? ¿No será más bien otra forma de aliviar el malestar occidental? La pregunta de fondo es: ¿ha calado tanto el cristianismo que puede haber hecho brotar de forma espontánea una economía del don no sujeta a la reciprocidad violenta, libre de esa otra economía del don de las sociedades arcaicas/primitivas que describieron Mauss o Maiakowski en sus estudios?
La pregunta de fondo es la misma que se hace Vattimo (y se contesta a sí mismo de forma afirmativa): ¿es posible un cristianismo sin cristianismo? Es como preguntar si es posible una comunidad sin amor, sin caritas. Que funcione una iniciativa como esa depende precisamente de esa caritas para que no se quede, como se va a quedar –y disculpen el pesimismo–, en agua de borrajas. Que es como decir que no vale solo con la buena voluntad de los hombres –o con los hombres de buena voluntad–.
Esa sería una de las características del denominado pesimismo girardiano –del que habla Fornari aquí–: no podemos escapar al conflicto mimético… si no es a través del encuentro –no solo existencial y/o religioso, sino epistemológico– con Cristo (de esta segunda parte se suelen olvidar quienes acusan a Girard de pesimista).Hablar de un gen altruista, pensar que antes del dinero todo era intercambio positivo y generoso, dando y recibiendo lo que necesitamos para vivir, no es más que otra vuelta de tuerca del mito del buen salvaje.
«Lo que tú des o recibas no tiene por qué ser recíproco», dice Lily Cole. Ese es precisamente el problema. Lily está hablando de una relación asimétrica con el otro, en palabras de Levinas. Una relación de donación de la que queda solo la sensación de haber realizado un acto generoso. ¿Eso realmente basta? ¿Hasta cuándo basta? Cuando leí La ciudad de la alegría hace ya unos veinte años me quedó la sensación de que allí, en ese submundo que nos es tan ajeno como exótico, la alegría no brotaba de los actos netos. Era en sí misma un don. No era la recompensa por ser buenos, más buenos que los malvados occidentales capitalistas. Era un desproporcionado don, como la esperanza, la fe o la caridad. El don estaba en la base de esa alegría, porque este don del que hablamos es absolutamente desproporcionado: responde a otra proporción de las cosas de la que a veces vemos la razón.