¿Por qué existen las guerras? (I)

Por Ángel J. Barahona, el 5 de septiembre de 2013

Una serie de entregas sobre la naturaleza de la guerra, el verdadero sentido del apocalipsis y la posibilidad de esperar algo. 

Steven Pinker, en Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, insiste en que la paz es alcanzable, está ahí, que la violencia no es tan virulenta, y que el miedo a su increíble capacidad de expansión es lo que ha hecho a los hombres tomar conciencia de ella y aprestarse a ponerle límites. Ya Raymond Aron hizo alarde de su confianza en la capacidad humana de afrontar la violencia mediante la racionalidad. La capacidad disuasoria de la razón y del diálogo han sido constantes en las negociaciones… de paz, ciertamente, cuando los hombres se han hartado de derramar sangre.  obviamente de paz, porque para la guerra nunca se negocia, o al menos no con honestidad. Es famoso el pacto Hitler- Stalin basado en intereses comunes contra terceros, que escondía las verdaderas intenciones de ambos y por eso fue traicionado sobre la marcha. Desde Tocqueville, Freud, Hanna Arendt, Aron, etc., pocos han percibido la verdadera esencia de la violencia. Las bibliotecas están llenas de hipótesis y tratados sobre las relaciones violentas entre los seres humanos. Algunos más atrevidos lanzan teorías explicativas, entre ellos los mesiánicos marxistas que abogan por ella y la adoran para implantar la paz, mejor dicho: su paz; y los fenomenólogos, que atribuyen toda la violencia a las disputas entre credos religiosos, tipo Voltaire. Pero Cándido de este ideólogo ilustrado es un panfleto, del mismo estilo que los que dicen hoy en día que la Canetti y a Clausewitz para comprender que no hay contenido objetivo, causa o explicación económica o religiosa, ni siquiera ideológica para la guerra o los conflictos. Tan solo mímesis, envidia, y rivalidad mimética; el aburrimiento de un orden social determinado que busca, por medio del desorden, un nuevo orden y así sucesivamente, en un frenesí periódico que da un poco de salsa a las sucesivas y olvidadizas generaciones… –pues ya no recuerdan lo que le contaron sus abuelos: “estábamos ilusionados, no cambió nada, sólo el collar del tirano y algunos muertos”-.

Steven Pinker que, siendo psicólogo, podría acercarse a estos temas perennes de la humanidad se queda en la superficie, y en un análisis casi roussoniano: “estamos mejor, a pesar de todo el hombre lleva un ángel dentro”. No dudo de estas afirmaciones, pero no incluyen la comprensión total de lo que es el hombre y las sociedades que genera.  Es cierto que detrás de todo enfrentamiento guerrero hay una historia, pero esta historia se pierde en la noche de los tiempos. Es una herida que todos los mitos fundacionales reconocen, en forma de crisis insoportable que reabre es herida una y otra vez: alguien tiene la culpa de lo que “nos pasa”. Esta periodicidad, larga en el tiempo, hace que se olvide el origen, la “causa”, pero está ahí pululando en el aire. ¿Tal vez la respuesta de todo esté en el viento? Pero detrás de toda guerra está el mito misterioso que esconde causas irreconstruibles, por más vueltas que le den los geoestrategas, los políticos y sociólogos de turno de guardia. Eneas y Anténor, Rómulo y Remo, Caín y Abel, son sólo marcas de los mismos fabricantes de trajes míticos e históricos. Y se funde Alba, o Tebas, o Roma, o Nod tras la muerte asesina, da lo mismo: un nuevo “orden mundial” aparece, que ilusiona a los ingenuos o a los que no ven más allá ni más acá de su generación.

La globalización nos ha traído la conciencia permanente de la presencia inexpulsable de la violencia; creímos que traería la identidad y la reconciliación, una reedición de la ilusión ilustrada, y nos ha traído la competitividad, la envidia exacerbada y la angustia. Anuladas las diferencias todo se nos torna indiferente. Y esa indiferencia nos enfrenta al Urszene hegeliano irremediablemente: cada uno está interrogando siempre el gesto del otro, indaga sobre su intención para prevenirse-prevenirlo, en una especie de bucle mimético del que no podemos escapar y que transforma al imitador (siervo) en modelo (señor) y viceversa. 

La globalización nos ha puesto en evidencia contra el paradigma freudiano que el que detenta ostensiblemente el poder que nos subyuga y que a la vez anhelamos, que amamos y odiamos, no es el padre, es el hermano. Más aún, que ese hermano no está fuera de mí, sino que vive dentro[1]. La globalización nos permite advertir lo que antes solo los Tiresias de la vida, clarividentes, intuían detrás de las acciones humanas: la verdadera amenaza somos nosotros mismos, no hay enemigo fuera, está dentro[2], y este es nuestro propio miedo, que los representamos en el otro, al que conferimos caracteres monstruosos, ciclópeos. Pero una vez representado en el otro –doble y monstruoso– salta la motivación que nos vuelve locos de furia erinia y que no hay Euménides (instituciones culturales) que lo paren.  El torbellino lo engulle todo: nos estalla en la cara cuando nos enfrentamos en este huracán de violencia en plena furia cuando se lleva por delante nuestra casa. Mientras pueden caer torre gemelas, hiroshimas múltiples, Cartago o Troya, da lo mismo, hacemos como que no existe la violencia, y nos sobrecoge, no la entendemos. Pero todo estaba profetizado… El lenguaje apocalíptico de Jesucristo en los evangelios, ha sido expulsado del orden impuesto por la ciencia que amputa el pensamiento, y lo constriñe en los límites de lo razonable. Nos da cierta seguridad psicológica pensar que hay una causa, que hay un culpable, no soportamos el azar, la arbitrariedad, el que las cosas pasan porque sí. El azar, que tanto argüimos para los procesos ininteligibles de la naturaleza, no lo soportamos en la cosas del hombre, aunque cada vez más vuelve el concepto de destino, como desgracia, o el de providencia, como poder benefactor escondido tras las brumas del dolor. Intentamos domeñar esos procesos cuando se trata del hombre, prisioneros del paradigma conductista aplicado a la sociología. Pero el evangelio nos da las claves… el azar, la libertad, no están predeterminadas por ningún fatum, por ningún Dios, él ha jugado limpio con el hombre: lo podemos destruir todo. El Apocalipsis no es un castigo (como arguyen interesadamente los fundamentalistas de todo pelo) es una posibilidad, una oportunidad para la conversión: que no es la vuelta a un férreo código moral salvador, sino un mirar con confianza, al otro, sin miedo, llenos de esperanza, pero aceptando lo peor.

Continuará
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