Intervenir o no intervenir (en Siria), esa es la cuestión

Por David García-Ramos, el 27 de agosto de 2013

Se estaba decidiendo en estos días la posibilidad de intervenir en Siria. Parece que el gobierno del presidente Obama atacará de forma unilateral el ejército sirio por el uso de armas biológicas “tan pronto como este jueves”. Con la ayuda de los británicos y con la ayuda de Francia. Con el veto de Rusia –y China–, la neutralidad de España y la oposición de Alemania. Con el silencio de la UE. Y bajo la mirada impotente de la ONU.

Porque parece claro que la ONU, más allá de certificar si el gobierno de Al-Asad usó armamento químico o no, verá nuevamente devaluado su poder de intervención diplomática.

La cuestión arranca –al menos– en marzo, cuando el régimen de Al Asad denuncia el uso de armas químicas por parte de los rebeldes. Se inicia así un juego de dobles miméticos y acusaciones cruzadas, ante el escaparate internacional que, sin que nadie se lo imponga ha de tomar partido.

Desde ese momento, y teniendo en cuenta la creciente presión internacional, pero sobre todo interna, el gobierno de Obama tiene que responder a la cuestión de la posible intervención militar en Siria. Y la cuestión no es sencilla –como no parece serlo nada en esa breve franja de tierra que en geopolítica han dado en llamar Oriente Próximo–: atacar a Siria supone generar automáticamente una escalada que puede terminar de cualquier manera. Cerca queda Israel. Cerca está Jordania que limita con Turquia. Siria mantiene buenas relaciones con Irán. Rusia y China, en un terrible revival de la Guerra Fría, se oponen a cualquier tipo de intervención. Egipto es ahora mismo un polvorín.

[Y todavía se levantarán voces pidiendo intervenir en Egipto, donde el ejército parece jugar el doble papel de detener a los Hermanos Musulmanes (que están en el origen de Al Qaeda) y de reprimir al pueblo egipcio, que parecía haber logrado la libertad tras el despertar de la primavera árabe –aun a costa de desembocar, como nos temíamos, en una oportunidad para que grupos radicales islamistas pudieran acceder al poder–.]

 

Damasco presumía de tener armamento ruso; Rusia veta la intervención en Siria temiendo, dicen, que los sucesores de los mismos muyahidines que alentaron a sus pueblos a luchar contra los rusos en Afganistán (pagados y entrenados por los EEUU, eso sí) y contra los norteamericanos en Irak. Se teme, en definitiva, que lleguen al poder radicales y terroristas.

Y los inspectores de la ONU llevan dos o tres días un pasito para delante, un pasito para atrás.

Todo es caos y falta de claridad, confusión e indiferenciación, como en un tohu babohu en el que nada se ha diferenciado todavía.

Podríamos continuar con el análisis y dar nuestra opinión, una más, sobre lo que está pasando: que hay que actuar porque no hay derecho a que un dictador –como Mubarak– haga lo que está haciendo, que lo importante no son las armas químicas –obviando cualquier vía de respeto del derecho internacional–, que hay intereses ocultos –como en Irak– y un muy largo etcétera. Lo que está claro es que la cuestión es intervenir… o no intervenir. Como en un fantasmagórico diálogo con uno mismo, Occidente se cuestiona y presiona, se reprime y se libera, ataca y se defiende. Es nuestro sino.

Lo cierto es en lo que está sucediendo asoma como una explicación válida la teoría mimética de René Girard: están los dobles por doquier (Rusia y EEUU, aun hoy; el gobierno “legítimo” frente a los rebeldes, intercambiándose acusaciones de manera muy simétrica; a Obama se le compara con Bush, a Siria con Irak, las armas químicas con las de destrucción masiva; la ONU y la OTAN; Francia –a favor– y Alemania –en contra–); hay una querencia de la reciprocidad en la respuesta proporcional que se va a dar (casi un ojo por ojo y diente por diente); tenemos una escalada de violencia mimética que ha conducido a una absoluta indiferenciación: no sé sabe con certeza qué es mejor, si dejar que todo siga su curso –con el peligro de una autodestrucción completa, que es el fin último de cualquier guerra civil– o intervenir, y si intervenir, dónde, cómo, por qué, cuándo y quién…

 

[Quien intervenga en Siria sin el apoyo de la ONU estará fuera de la ley. La restauración de la ley se hace desde fuera de la ley. Toda guerra deja de considerar personas a las personas, porque nos lleva hacia un estado pre-humano. Lo que Agamben dice en Homo sacer en esencia es esto: el homo sacer es el que no tiene dignidad de persona y puede ser sacrificado].

Nadie se atreve a decir lo obvio: hay que intervenir y buscar rápidamente un chivo expiatorio al que linchar que purifique y sacie toda esta violencia. Como en Líbano, como en Egipto, en Tunez, en Libia, colonias de la antigua Roma: hay que matar al César. Si es culpable, como sin duda Bashar Al-Asad lo es, mejor que mejor.

Pero al mismo tiempo, sabemos ya que ya no bastará. Depuesto el régimen, ¿qué régimen lo seguirá? La “thin red line” que Obama quisiera no tener que atravesar y que se está viendo obligado a hacer no es la de una guerra más. Es la del uso de la violencia más allá de cualquier fuerza de control (cf. René Girard Achever Clausewitz). La espera a que el otro actúe parece la espera de Hamlet. Hamlet sabía que si la cosa se le iba de las manos al final moriría hasta el apuntador. Por eso demora hasta el último momento la venganza. Espera a que el otro dé el primer paso. Obama, cual Hamlet, duda, y con razón. No nos quedan opciones, todas son igual de peligrosas, haga lo que haga –y no hacer es hacer algo, ya se sabe– está condenado al fracaso (cf. René Girard, Shakespeare. Los fuegos de la envidia, pp. 346-370).

El gobierno de Obama está actuando ante la gran corte de Occidente. Los que ayer apoyaban la guerra hoy están en contra y viceversa. Se habla de “obscenidad moral” y se quiere justificar esto en un acto moral, ético, por el bien común. Para eso se diseña en el laboratorio una guerra preventiva, una guerra a distancia.

[Esta distancia entre los enemigos daría para otro comentario más: de la guerra de puntillas del siglo XVII hemos pasado a la guerra de drones, desde un cuarto de un gris edificio de oficinas matamos a decenas, a cientos, con solo apretar unos botones… ¡la guerra ya no es lo que era! Ahora consiste en minimizar al máximo los daños, la violencia, minimizar y controlar en la medida de lo posible las fugas de violencia].

No se trata de un acto moral. Es un callejón sin salida. De algún modo, Obama se ve obligado a ello. Va a declarar una guerra que nos es guerra. Una no guerra: este es todo nuestro avance en lo tocante a lo bélico:

“Gracias a nuestros aristarcos más de moda, hoy hemos llegado a la fase en que la historia ya no tiene sentido, el lenguaje y el propio sentido ya no tienen sentido”. (Girard, Shakespeare, p. 369).

Nuestros geopolitólogos y analistas nos han conducido a la guerra que no es guerra (como paso previo tuvimos la guerra preventiva que hoy nadie se atreve a invocar).

Todo este callejón sin salida, o «trato sórdido» como se le ha llamado, al que parecemos abocados, es el pesimismo que se le suele achacar al último Girard. A mí me parece más bien realismo.

La esperanza es otra cosa, claro está.

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