Los trenes, las masas, la violencia.

Cojo el tren de cercanías todos los días, normalmente en hora punta. En cada vagón, unas cien personas; en cada tren, unos cuatro vagones; cada media hora salen unos seis trenes de la central de Valencia; unas 5000 personas salen de aquí cada hora, por no hablar de las que llegan. Son las 14.30 y estoy rodeado de desconocidos. El silencio, entre murmullos discretos, lo envuelve todo, como marcando el limite con los demás, en una distancia inhumana. Escribo desde el móvil y pienso en vosotros, y así ellos siguen siendo ellos.

De tanto en tanto sucede algo que nos une. Hace unos meses una chica medio gitana (gitana secularizada) la emprendió verbalmente con unas mujeres musulmanas. Las insultó por dejarse maltratar. Se mezclaron jergas, lenguas, se llegó al grito. Los cuerpos tensos, los rostros enrojecidos. Y todos nosotros, callados, nos acercamos más, hombro con hombro, tensos, mudos, en círculo.

Ya no estábamos solos. Estábamos nosotros, esperando una vencedora, y ellas, esperando el siguiente movimiento de la otra. Nadie intentó mediar el conflicto.

De hecho nos hemos tenido que reinventar la figura del mediador, con titulación universitaria incluida. Como si en nuestra modernísima sociedad hubiéramos olvidado toda la sabiduría acumulada sobre el control de la violencia. Miramos como miraban los antropoídes de la manada la lucha entre machos.¿Hemos olvidado todo? No, aún nos asusta, gracias a Dios, la violencia desatada. Sabemos a donde puede conducirnos (la autodestrucción). Pero ya no sabemos qué hacer con ella, cómo controlarla. Somos las víctimas más débiles. Víctimas activas o pasivas de una misma violencia.

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