Efecto dominó
Es curiosa la dinámica del «efecto dominó»: rápidamente olvida uno el origen de la avalancha de piezas y se somete alucinado al espectáculo que se le ofrece, que no es otro que el de una hipnótica sucesión interminable de piezas caídas. El origen, el dedo que empuja la primera pieza, es olvidado con la misma rapidez con la que caen las fichas.
La expresión, tan afortunada como poco precisa, ha logrado cuajar como la explicación que desde los medios de comunicación se da a lo que está pasando en el mundo árabe. Se trata de otra de esas metáforas de la vida cotidiana que, lejos de ser meros juegos de palabras, esconden -literalmente- una nada inocente postura asumida ante los acontecimientos. No da lo mismo referirse a estos acontecimientos con una u otra expresión. Y la que hemos elegido da buena cuenta de ello. Vamos a comprobarlo. [Ni que decir tiene que lo que viene a continuación no tiene ningún valor académico, rigor científico ni nada que se le acerque: trato de pensar a vuela pluma algunas de las cosas que están pasando].
Cuando uno piensa en ese efecto dominó piensa en el juego infantil que describía más arriba. Pero si uno hace una búsqueda rápida en la wikipedia se encuentra con que la cosa es algo más compleja. Y más aún si se consultan las entradas inglesas. La primera sorpresa llega cuando nos encontramos con una página de desambiguación que nos conduce a distintos lugares. Dos de ellos nos interesan enormemente: la teoría del dominó, o domino theory, y la denominada pendiente resbaladiza (slippery slope). La primera de ellas, que en su entrada inglesa incluye ya una actualización sobre el tema (una caricatura con la primera (?) pieza de dominó con la bandera tunecina), y remite a la snowball theory. Lo interesante de ambas teorías es que tratan de explicar fenómenos geopolíticos de enorme complejidad a través de imágenes de relativa sencillez.
Por un lado, la bola de nieve ejemplifica el crecimiento imparable e incontenible de determinadas series de acontecimientos. La caída de una bola de nieve que va creciendo y creciendo, casi diría uno que entrópicamente, hacia un fin catastrófico, es una caída impersonal, sin origen. Las bolas de nieve que caen por una pendiente, caen solas -juega su papel la gravedad, es cierto, pero una gravedad también ella impersonal, imparcial- aun aquellas que han sido arrojadas por alguien. Su avance amenazador se produce casi por accidente. Pero lo accidental, siempre impensable, se convierte pronto, muy pronto, en inevitable. Su avance, trastabillante y discreto al principio, adquiere pronto la firmeza de una apisonadora.
El dominó, ya lo hemos dicho, concentra toda su fuerza metafórica en la ausencia del dedo que empuja la primera ficha. Es curioso que en la caricatura el dibujante haya decidido no representar ese dedo ex machina. Lo cierto es que para representar lo que el dominó simboliza o pretende simbolizar no es necesario ningún dedo mágico. Las fichas caen, y van a seguir cayendo inevitablemente, y eso es lo importante en un dominó, lo que hace que realmente sea lo que es. Pero los dominós verdaderamente hermosos son los que parecen no tener fin. En nuestro afán de ir siempre un poco más allá, de añadir siempre una ficha más, de hacer que no termine la caída de la ficha. Porque si termina, si tenemos un final, giraremos la cabeza rápidamente buscando el principio.
Matemáticamente el problema no lo es tanto: a pesar de que se presente el efecto dominó como una «representación informal» de la inducción matemática, expresiones como esta
demuestran que una vez cae una ficha, las demás caen por su propio peso (que me perdonen los matemáticos de la sala por el atrevimiento). Pero aunque en el Mundo Real las cosas parecen caerse por su propio peso, ¿los eventos y sucesos de Túnez obligaban a lo que está sucediendo en Egipto? ¿Quién señala cuál era la siguiente ficha? Ahora dicen que Irán. Se abren las apuestas. Me da la sensación de que la bola de nieve, la mecha prendida, o la hilera de fichas preparadas es cuanto menos variable.
Sarkozy ha visto como «inevitable» un cambio sobre el que sólo algunos avisados preconizaban su advenimiento [también El Baradei piensa en esta inevitabilidad]. La caída de Mubarak ¿es la antesala de otras caídas? Como siempre nuestra imaginación, nuestras previsiones y lo mejor de nuestros análisis están vueltos hacia delante. Nos ocultan el secreto origen de este movimiento inevitable -aunque se haya evitado durante mcuho timepo-. Todos en Europa alabamos la valentía del pueblo egipcio, tunecino, argelino, yemení o iraní, al echarse a la calle e encender la mecha. Como si el pueblo, esa individual colectividad, hubiera sido capaz de poner en marcha la maquinaria. Para los amantes de las teorías del complot, siento decepcionaros. Creo que, por una vez, la prensa no se confunde -demasiado-. Ha sido el pueblo, que es como decir nadie, o todos, quien ha empujado la primera ficha. Una vez ha caído ésta, como si de una enfermedad infecciosa se tratase, se ha producido el contagio. El contagio de masa en masa, agrandándose hasta que todos, en una inédita internacional postmoderna -¡proletario musulmán del mundo unido!- han logrado derrocar al tirano, ese contagio parece ser imparable.
El hecho de que en Egipto todo comience con un mártir, víctima rápidamente divinizada (todos los jóvenes en Alejandría llevaban su foto, dicen), que la masa-pueblo ocupe un lugar protagonista, que los reyes-dioses sean depuestos y que grupos islamistas quieran hacer suyo toda esta dinámica antropológico-social nos conducen a una única posible conclusión: hay algo de sacro, de religioso (en el sentido que le suele dar Girard al término: sacro=violento) en todo esto, y cierto Islam no quiere perder comba. La poderosa épica que los hechos transmiten, a la que han sucumbido los medios de comunicación en Occidente y en todo el mundo, es de raíz sacra. Su vinculación con la violencia está por ver. Por ahora parece que todo está sucediendo con una cierta contención (a pesar de saqueos, enfrentamientos policiales, algunos fallecidos, y un largo etcétera que en nuestro cómodo Occidente no consentiríamos).
Con media España (¡ay, la España de las mitades!) creyendo vivir bajo una dictadura, lo raro es que no nos dé por salir a las calles a exigir un cambio. Lo mismo es que somos demasiado civilizados como para hacernos ya una masa. Lo mismo es que la democracia, esa lotería, va y sirve de algo. O lo mismo es que la mecha aquí ya no prende porque ya somos post-religiosos. O lo mismo no, lo mismo le hemos visto las orejas al lobo y ya no nos atrevemos ni a movernos. Que se muevan otros, que vaya el otro a la plaza.
Como ya se ha dicho, el trato sórdido al que parece que estamos condenados aprieta cada vez más. Hay, dejadme polemizar, otras masas y otros mártires.
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