El sufrimiento de los inocentes

Por Ángel Barahona, escrito el 5 de abril de 2020

Esta cuaresma tan única y especial, nos ha llevado, querámoslo o no, hasta el umbral de este misterio. No es un rito antiguo, es un periodo de tiempo escatológico que se renueva cada año. Nos sumerge, nos pregunta, nos inquieta. Como ese tiempo lo habíamos despreciado y alejado de nuestras vidas, convirtiéndolo en vacaciones para ir a la playa o a esquiar las últimas nieves, la historia viene a imponérnoslo.

Juan 11, 45-57 anunciaba el sábado anterior al domingo de Ramos algo que no hemos entendido nunca y sobre lo que René Girard ha arrojado algo de luz: Caifás hace una profecía terrible que tiene que ver con la historia de la humanidad:

Conviene que alguien muera en esta pascua por el pueblo.

Esta frase esconde el significado de la vida y la misión de Jesús. Los falsos profetas que dirigen nuestras vidas, filósofos y políticos, y algunos científicos que juegan con la vida, han decidido matarnos. Las palabras de los Caifás de turno en la historia humana, llenas de rencor, envidia, celos y odio, nos humillan porque rezamos, porque damos un sentido trascendental a nuestras vidas, nos relegan a la insignificancia y a veces nos llaman antisociales porque no nos tragamos sus mensajes. Sus palabras a duras penas logran esconder el significado oculto en el mal que nos golpea –pero lo intentan– y opacan el misterio de un amor que se hace cargo del pecado de los demás, del mal y la muerte, para “salvar”. Salvar no es dar la salud, es resucitar. Cuando hemos tenido salud los hombres han seguido matándose, odiándose, sacrificándose unos a otros por razones, por ideas, y algunos se han quitado la vida a sí mismos. «El misterio, no hay misterio cuando lo es, es decir, cuando procede de la trascendencia de Dios que se encuentra con la finitud del intelecto humano» decía Cornelio Fabro. Lo que hay es evidencias aparentes, razones oscuras, hilos que mueven el pensamiento que manan del odio, del resentimiento. Si Nietzsche levantara la cabeza gritaría contra ese resentimiento de las masas porque se ha cumplido su profecía, pero no para el cristianismo sino para las masas indiferenciadas de descreídos del judeocristianismo y crédulos de cualquier cosa. Vociferaran: “¡crucifícale!” cada pascua. ¿A quién toca esta? A los inocentes de esta generación, ¿ancianos, enfermos, niños no nacidos? Vendrán otras pascuas en las que a gritos de resentidos se pedirá que se crucifique a los discapacitados ya nacidos y a los mayores de 65 años, pasado mañana de 60… ¿y luego? A los de distintas identidades sexuales, a los creyentes de cualquier credo, a cualquiera que pueda convertirse en un enemigo común a todos. Los labios de Caifás descifran esta apertura a la Verdad inmutable que hace de Jesús un chivo expiatorio legitimado por la masa para sustituirla en el altar del sacrificio. Caifás susurra a Jesús el deber de su misión. Son palabras de Sumo Sacerdote para todo tiempo.  Buscan y encuentran que solo Aquel que puede salvar al Pueblo y a la humanidad de cualquier tiempo asuma su misión: alguien tiene que morir por todos. Si no desahogamos nuestra furia resentida y asesina contra alguien nos volvernos lo unos contra los otros en una violencia exponencial interminable que amena con acabar con la humanidad. Por eso chivos expiatorios de menor alcance han conocido su función ya en el cadalso, cuando era demasiado tarde. La profecía de Caifás cumple sin darse cuenta con el ardiente deseo de Jesús, la «lujuria santa» de celebrar y cumplir su Pascua. La astucia política, mundana, mezclada con celos, rencor, envidia del Sumo Sacerdote según la carne –Caifás o cualquier otro político–, intervienen aprovechándose de la mansedumbre, la misericordia, el amor del Sumo Sacerdote único y auténtico según el Espíritu, Jesús: «Necesitábamos un Sumo Sacerdote tan santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores, levantado sobre los cielos (…) Cristo, quien apareció como Sumo Sacerdote de bienes futuros (…) no por la sangre de cabras y terneros, sino que en virtud de su propia sangre entró en el santuario de una vez por todas, para obtener un rescate eterno» (Hb 7, 26.9, 11-14). Julio César, Luis XVI, Gandhi, Indira, Nicolas II, Francisco Fernando de Austria (sobrino de Francisco José I), Mussolini, Ceaucescu, Sadam Hussein, Isaac Rabin, Calvo Sotelo, líderes políticos en medio de facciones enfrentadas fueron asesinados (la lista es infinita) porque la profecía de Caifás es revelación de las cosas ocultas desde la fundación del mundo que Cristo dice “vino a revelar”. Los hombres solo saben solucionar sus problemas de rivalidades interminables sacrificando a inocentes. O a culpables de crímenes nefandos pero que cuya elección como víctimas ha sido puramente azarosa: estaban ahí siendo significativos en ese momento para actuar de pararrayos de la violencia social.  Esa misma función ha sido las de miles de mártires, víctimas inocentes que han muerto como catarsis social para asumir una culpa que no tenían.

La sangre de Jesús era lo que se necesitaba en ese momento para congregar una identidad nacional perdida, para que el populacho pudiera reencontrase con su vocación, aquella por la cual habían sido liberados del yugo de Egipto en aquella pascua primera:  para ser el pueblo de la alabanza, para ¡servir al Dios vivo! Caifás tenía un plan muy inteligente y lleno de amor a su pueblo. Caifás esperaba que la sangre de Jesús amansara los ánimos para una mejor estrategia: la forja de la identidad. La identidad es el terrible demonio que asola a los pueblos indiferenciados por un mundo globalizante. La bondad detrás de cada acción o decisión política es incuestionable, el mundo está lleno de buenas intenciones que se vuelven locas (parafraseando ad libitum a Chesterton): ¡es el mal mismo el que clama por el bien para destruirlo! Es el rival enemigo quien, al asesinar suplica inconscientemente a la víctima para que le conceda la gracia del perdón. El mal solo puede lanzarse hacia su destrucción, pero necesita un muro contra el que estrellarse.

Y lo encuentra en Cristo. Peguy lo describe magistralmente:

«Sabía lo que estaba haciendo ese día, mi hijo que los ama tanto. Cuando puso esta barrera entre ellos y yo… “Padre nuestro que estás en el cielo”… estas tres o cuatro palabras. Esta barrera que mi ira y tal vez mi justicia nunca superará. Bienaventurado el que se duerme bajo la protección de las murallas de estas tres o cuatro palabras» (C. Peguy, El misterio de los santos inocentes).

El Hijo toma la condición humana, se hace hombre, para que todos se conviertan en hombres nuevamente a través del escándalo de su inocencia: ecce homo. Pero los políticos y clérigos de aquella época, como los nuestros no entendieron nada. No tomaron en consideración los hechos que tenían que interpretar correctamente: (Jn 11, 49-50) «No entendéis nada, ni tomáis en consideración que es mejor que un hombre muera por el pueblo y que no perezca toda la nación». El texto griego nos ayuda a comprender mejor y la Biblia de Jerusalén respeta mejor el significado: «Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación»». «Ellos no sabían y no contaron-calcularon» que estaban siendo protagonistas el cumplimiento de una profecía y que las señales de Jesús estaban corroborando. «Saber», «considerar», “caer en la cuenta”, para un judío son siempre verbos inseparables de la acción. En Dios decir es igual a hacer (dabar: “Y Dios dijo hágase la luz y la luz se hizo” Gn 1, 3-5). El sumo sacerdote reprocha a la casta sacerdotal que no sepan leer los eventos para utilizarlos en un proyecto más rentable. No saben cómo interpretar las señales para idear un plan de “salvación” para la nación. Caifás es un buen hombre, habla, según él cree sinceramente, en nombre de Dios.  Y eso es exactamente lo que significan los dos verbos griegos que aparecen en el texto.

En la profecía de Isaías «el Siervo de Dios será considerado (contado) entre los malvados» (Is 53,12). En la traducción griega de la LXX, se usa el mismo verbo. ¡En este pasivo está la voluntad de Dios, el «plan», el «cálculo» de Dios: golpear al Siervo en nuestro lugar, por nuestros pecados! Dios había considerado bueno cargar el pecado de muchos caer sobre uno:

«Todos estábamos perdidos como un rebaño, cada uno de nosotros siguió su propio camino; el Señor hizo que la iniquidad de todos cayera sobre él (…) se entregó él mismo a la muerte y fue contado entre los malvados, mientras llevaba el pecado de muchos e intercedía por los pecadores (Is. 53).

Y esto es lo que, en el Evangelio de Lucas, Jesús anuncia acerca de su misión: «esta palabra de la Escritura debe cumplirse en mí: «fue contado entre los malhechores»» (Lucas 22, 37). Francesco Voltaggio (El que león que se hizo cordero) habla de la doble traducción posible de ho airon (cargar o quitar). Ese Siervo de Isaías, vino para “cargar” con los pecados de todos. El tema de la expiación irrumpe por todos lados. Así es como funcionan los órdenes sociales. Cristo quiere que acabemos con ese océano de sangre que nos envuelve: sólo él cargará y aquellos que voluntariamente se asocien a su misión.

La explicación es un tema perenne en la historia de la humanidad. ¿Qué queda para nosotros a la hora de juzgar lo que está pasando? Asemejarnos a Cristo. ¿Para qué? Para cargar con los pecados de la humanidad. Con Cristo se acabó el ciclo monótono y repetitivo de los mitos que buscan la expiación. Los mitos trágicos, de los que los griegos dan buena cuenta, hablan de dioses que exigen que los hombres expíen sus pecados. La comunidad reclama esa expulsión en los ritos, los dioses la ratifican y los mitos la inmortalizan. Si alguien paga, expía, es sacrificado la comunidad restaura su orden social. Edipo es expulsado una y otra vez Tebas, de Colono. Los dioses son enemigos de los hombres porque, aunque prometen restaurar después del sacrifico en su honor el equilibrio alterado por las víctimas a las que se acusa de soliviantarlo, lo hacen a través de una catarsis sangrienta, están ávidos de sangre humana. Como señala Paul Ricoeur:

«La visión trágica siempre sigue siendo posible más acá de toda reconciliación lógica, moral o estética. ¿Dejaremos frente a frente el mito adámico y el mito trágico como dos interpretaciones de la existencia entre las cuales ya sólo nos cabría oscilar constantemente?  De ninguna manera. En primer lugar, el mito trágico sólo salva al mito bíblico en la medida  en que éste, antes de  nada, lo resucita;  no  nos cansaremos de repetir que sólo quien  confiesa  ser el autor  del  mal   descubre  el envés de esa confesión, a saber, lo no puesto en la posición del mal, el  ya  siempre  ahí  del  mal,  lo  otro  de  la  tentación,  por  último,  la incomprensibilidad misma de Dios  que pone a prueba  y que  puede aparecer  como  mi enemigo»[1]

Pero en el mito bíblico se le da la vuelta al entuerto. La víctima, la que padece el mal reivindica su inocencia, acepta cargar con la culpa, pero defiende su intocabilidad. No ha trasgredido ningún tabú. Por tanto, no tiene nada que pagar a ningún Dios ni debe nada a la comunidad. La defensa a ultranza de su honestidad los lleva igualmente al cadalso, pero gritando un incomprensible “no tengo nada que ver en vuestros trasiegos exculpatorios”, ante una comunidad que cree unánimemente en su culpabilidad. Continúa Ricoeur:

«En esta relación circular entre el mito adámico y el mito trágico, el mito adámico es el derecho y el mito trágico, el revés. Pero, sobre todo, la polaridad de ambos mitos expresa que la comprensión se detiene en un determinado estadio; en ese estadio, nuestra visión sigue siendo dicotómica:  por un lado, el mal cometido trae consigo un destierro justo – es la figura de Adán-; pero, por otro lado, el mal padecido trae consigo una expoliación injusta:  es la figura de Job. La primera exige la segunda; la segunda corrige a la primera.  Solamente una tercera figura anunciaría la superación de la contradicción:  sería la figura del «Siervo doliente», el cual convertiría al sufrimiento, el mal padecido, en una acción capaz de redimir el mal cometido.  Ésta es la figura enigmática que encomia el segundo Isaías en los cuatro «cantos del Siervo de Yahvé» (Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13-53, 12); dicha figura abre una perspectiva radicalmente diferente de la de la «sabiduría».  No es la contemplación de la creación y de su inconmensurable medida la que consuela; es el sufrimiento mismo convertido en don que expía los pecados del pueblo: Sin embargo, eran nuestros sufrimientos los que soportaba y nuestros dolores los que le abrumaban. Y nosotros lo considerábamos castigado, herido por Dios y humillado. Fue atravesado por culpa de nuestros pecados, aplastado por culpa de nuestros crímenes. ¡El castigo que nos devuelve la paz ha caído sobre él y gracias a sus llagas estamos curados iSí! fue apartado de la tierra de los vivos por culpa de nuestros pecados, fue herido de muerte (Is 53, 4-5 y 8 b)»[2].

Dicho lo cual, cuando los caifases de turno irrumpen en nuestra vida, es necesario escuchar sus palabras. Son la profecía que nos muestra la verdad divina. Cuando la injusticia se cierne en el horizonte de nuestra historia y el enemigo se mueve contra nosotros, es hora de escuchar la Palabra de Dios encerrada en estos eventos, y “entender y calcular” lo que nos espera: en el tsunami que viene a nuestro encuentro no podemos olvidar que el amor de Dios espera hacerse carne en nosotros para que completemos la pasión de Cristo y podamos darnos (paradidomientregarnos, tiene una clara connotación sacrificial) por la salvación –que no la salud– de cada hombre. Debemos admitir que no hemos entendido nada y que no hemos caído en la cuenta de la medida de nuestros días.

No conocemos ni agradecemos la historia que Dios nos regala, no calculamos las oportunidades que nos ofrece, pero la misma palabra que tuvo que cumplirse en Jesús debe cumplirse en nosotros. Somos el fruto de su acción salvadora, cada una de nuestras células, cada uno de nuestros instantes, todos estamos bañados en su bendita sangre. Desparramados en pecados, disipados en vicios, con vidas rutinarias sin más sentido que la supervivencia, hemos sido redimidos por su amor, por su vida entregada por todos nosotros. Morir por – hipér–, este es el primer y último significado de nuestra vida, el valor que la sostiene y la hace fructífera. Juan nos invita a través de Caifás a calcular, considerar, reconocer en los eventos que nos contrastan, en las injusticias que nos asolan, frente al enemigo, en el mal que nos involucra, la voluntad de Dios preparada para que nuestra vida dé fruto. Como señala Martin Steffens:

«Responder con fuerza a la violencia es una posibilidad real. Pero es una posibilidad eliminada con el fin de que la esperanza permanezca: ¿qué podemos hacer para oponernos al mal?, pregunta Edith Stein. “Podemos luchar”, ella imagina esa posibilidad. No comienza por negarla. No vive en la abstracción. Ella es una mujer: conoce la rebelión y el miedo. Ella sabe que en el amor cristiano hay algo más que un hermoso sentimiento. Ella añade otras posibilidades: se puede colocar uno delante de los otros para protegerlos. Ahí está el padre que toma las armas en favor de su mujer y de sus hijos. Otra posibilidad: podemos intentar corregir el mal que otros han hecho. Ahí están las enfermeras, los médicos, los camilleros. Sin embargo, se haga lo que se haga toda guerra es una derrota: es ilusorio creer que cuando el mundo se tambalea podemos encontrar el lugar apropiado. La pregunta que entonces plantea Edith Stein rompe de golpe la lista de posibles reacciones frente al mal: ¿quién expirará? Es una pregunta que no es para mañana (¿quién vencerá?) sino para pasado mañana: ¿quién por la expiación hará que sea de nuevo posible la esperanza? La esperanza: nada menos que la condición de posibilidad de la vida. ¿Quién expiará? Edith Stein responde: aquellos que no permitirán que las heridas abiertas por el odio hagan nacer un nuevo odio, sino que aun siendo ellos mismos víctimas, tomarán sobre sí el sufrimiento de los que odian y de los golpeados por el odio»[3]

El dolor inocente que surge de la banalidad del mal (Arendt) encuentra en las palabras de Caifás el significado oculto que solo la fe es capaz de descifrar. La fe que proviene de la propia experiencia vital, del “entender” el significado de que el sacrificio de Jesús, el inocente que trajo sobre sí mismo el castigo dirigido a nosotros, ese sacrificio es culpable, es asesino. Eso es lo que nos dice Peguy en su libro El misterio de los santos inocentes, que están escondidos detrás de los brazos extendidos del Hijo crucificado. Esta experiencia nos lleva a saber y calcular según Dios, con su propia mirada, cada acontecimiento, y a ser, unidos con Cristo, un signo para los demás de su amor infinito: «Es una gracia para aquellos que conocen a Dios sufrir aflicciones, sufriendo injustamente; qué gloria sería de hecho, soportar el castigo si has fallado, pero si al hacer el bien soportas pacientemente el sufrimiento, esto será agradable ante Dios. Porque, de hecho, hemos sido llamados a esto, porque Cristo también sufrió por ti, dejándote un ejemplo, para que sigas sus pasos … por sus heridas hemos sido curados

En la ofrenda de Cristo, en su entrega a todos los hombres, en el cumplimiento misterioso de este amor a través de los siglos en los mártires conocidos y desconocidos, en las heridas del Cuerpo de la Iglesia de Cristo que está cargando con el pecado del mundo, en la lista interminable de los que han sido tratados como corderos y de aquellos que discreta y silenciosamente llevan los estigmas del Siervo de YHWH, cada dolor inocente encuentra su significado.

«Qué misterio el sufrimiento de tantas personas inocentes que llevan sobre sí el pecado de otros, incesto, violencia sin precedentes; esa fila de mujeres y niños desnudos hacia la cámara de gas, y ese profundo dolor de uno de los guardianes que escuchó una voz dentro de su corazón: entra en la fila y ve con ellos a la muerte; y él no sabía de dónde venía … Dicen que después del horror de Auschwitz ya no puedes creer en Dios. ¡No! No es verdad, Dios se hizo hombre para llevarle el sufrimiento de todos los inocentes. Él es el inocente total, el cordero llevado al matadero sin abrir la boca, el que lleva los pecados de todos sobre sí mismo» (Francisco Arguello).

En la inocencia del Hijo entregado a la muerte, cada sangre inocente se convierte en el tesoro más preciado de esta tierra. En ella se encierra la sangre de Cristo, que, con cada inocente, lleva sobre sus hombros, y en la carne, el pecado de generaciones, para llevar a cada hombre al Cielo. “Queridos Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Titus Brandsma, Franz Jägerstätter, y tantos miles de mártires que nos habéis precedido: ¡Invitadnos a hacer Pascua con vosotros!”.

[1]  Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid, 2008, p. 459

[2] Ibíd., p. 459.

[3] Martin Steffens, Nada más que el amor, Encuentro, Madrid 2017. p.53

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