#MeToo o de cómo todos somos víctimas

Por David García-Ramos Gallego.12 de marzo de 2018

#MeToo es un conocido movimiento de solidaridad (?) con las víctimas femeninas de abusos sexuales en la industria cinematográfica[1]. La cosa saltó a los social media en octubre de 2017 y ya tiene entrada en la wikipedia, extensa y con gran cantidad de referencias. Para no perder el hilo, me gustaría destacar tres momentos en el desarrollo del autodeminado movimiento: el primero, en el que se publican los primeros reportajes en The New York Times, por Jodi Kantor y Megan Twohey y en The New Yorker, por Ronan Farrow, podría denominarse el evento primigenio. El evento consiste en una acusación, más que justificada, contra el productor americano Harvey Weinstein, quien, sin necesidad de demasiada imaginación, va acumulando rasgos de chivo expiatorio. A continuación, en un segundo momento, se crea el hagstag #MeToo y se difunde por el universo virtual (por supuesto, no sin discusión sobre el origen de tan original etiqueta). Como en sus anteriores avatares, se trata de la identificación con la víctima lo que opera aquí: del Je suis… pasamos al #MeToo, que juega el mismo papel de identidad con la víctima (en este caso de abusos y de ser atacada / molestada sexualmente). El tercer paso es el propio de nuestra época: se trata de la sospecha, de la disidencia, contra el sentir unánime. La unanimidad es siempre sospechosa. Precisamente porque en lo moral siempre hay matices y lo ético, al menos como lo entiendo yo desde mi postura francamente levinasiana, hace inútil ya cualquier acusación: el sujeto es siempre ya culpable, rehén del otro.

Las voces disidentes se dejaron oír: el manifiesto de las feministas francesas de primera horala columna de Javier Marías e incluso un par de reportajes muy matizados y escritos por mujeres: el de Caitlin Flanagan en The Atlantic y el de Bari Weiss en The New York Times (gracias a Martha Reineke por compartirlos). En este tercer momento la ordalía de diferencias es ya completa: el que disiente es hombre o mujer, de primera, segunda o tercera generación de feministas, católico o agnóstico, europeo o americano, intelectual o simple famoso. Es abrir la boca y ser etiquetado, interpretado, leído. Las diferencias aparecen, según Girard, cuando el sacrificio se ha consumado. La cuestión es que no queda muy claro quién ha sido la víctima: si las víctimas reales de abusos, si todas las mujeres en general, si solo algunas de ellas; o si Harvey Weinstein, el depredador, si Javier Marías, si la pobre Deneuve pidiendo disculpas, o la otra Catherine, la Millet, aka la depredadora sexual. Lo único que parece estar claro es que cuando las víctimas aparecen lo mejor que uno puede hacer es tener perfil bajo: comenzarán a rodar cabezas. Mientras tanto, el crimen real y las víctimas reales quedan sepultadas bajo toda la narrativa simbólica que no hace más que perpetuar un mecanismo para el que Occidente solo conoce una solución. La misma solución que se ha intentado sepultar bajo moralismos de distinto pelaje, todos igual de lobunos.

El lector atento habrá identificado dónde reside el problema. El problema está en a qué o a quién llamamos víctima y qué es lo que produce esa víctima [2]. En el primer paso, el del evento que origina el movimiento, la víctima no es una víctima sacrificial: es la víctima de un crimen espantoso, que nadie debe dudar en denunciar ante la justicia. Esa víctima se convierte en símbolo de algo, de algún modo se diviniza. Eso quiere decir que se la identifica de alguna manera con el chivo expiatorio. Pero solo se reconoce en la narrativa su carácter positivo, esto es, inocente. ¿No debería esto bastar para romper el ciclo violento? Girard afirma que la diferencia que presenta la Pasión de Cristo respecto a otras narrativas de chivos expiatorios es que Jesús es una víctima inocente. Hasta aquí, la narrativa del #MeToo y la de los Evangelios parecen coincidir. Pero el hecho es que Jesús es una víctima que impide, a priori, la identificación con él [3]. La primera reacción en la Pasión, en tanto narrativa, es la de la conversión, esto es, la de reconocerse perseguidores. En este segundo paso, el de la publicación del proceso, comienzan las divergencias. Porque lo primero que hemos hecho todos ha sido identificarnos con las víctimas y contra sus verdugos. Opera aquí una doble acción semiótica. En primer lugar, la identificación genérica absoluta: todos los hombres son culpables y todas las mujeres víctimas. Se trata de una semiótica maniquea que, además, provoca una indiferenciación absoluta: ya no hay rasgos que nos diferencien a unos hombres de otros. Es más, las mujeres que osen plantear algún matiz que ayuda a restablecer el juego de diferencias previo (en el que no todos son culpables y no todas inocentes) serán automáticamente metidas en el saco de los hombres (el paso de la casilla de hombre a la de mujer es un poco más complicado). La segunda acción que se opera en el seno de la vida simbólica de las sociedades occidentales postmodernas es característica de este tipo de sociedades: las víctimas del primer crimen pasan a ser los verdugos de un nuevo grupo de víctimas, precisamente los anteriores verdugos. Que probablemente se lo han buscado y se lo tienen más que merecido. Pero no es esto lo que nos interesa, y esto es lo que sucede en el tercer paso con el que cerraba mi descripción del fenómeno: toda la sociedad está unidad en torno a una nueva víctima expiatoria, probablemente culpable del crimen del que se la acusa, pero sin opción a demostrarlo. Quien se atreva a decir lo contrario será automáticamente reducido a secuaz de la infame víctima. Infame o sacrificial, que es lo mismo. Porque lo interesante, como decía, sucede de manera muy sutil –tan sutil que es probable que me pese haber escrito esto– precisamente en este tercer paso del movimiento: esta última víctima no merece ya el nombre de víctima, en su acepción moderna, sino de culpable [4] sin otro juicio que el de los medios de comunicación, es decir, de nuevo, vox populi, vox dei. Esta sí que es, por tanto, la víctima sacrificial, pues genera en la sociedad la unanimidad, la ceguera y la narrativa propias de los mitos sacrificiales. Y lo peor es que no tardarán, y no han tardado, en aparecer defensores de estas últimas víctimas, rápidamente divinizadas. En cualquier caso, todo menos reconocer nuestra parte de culpa. Y es que en lo que a la culpa toca, el #MeToo se entona siempre en voz baja.

 

[1] Uso el interrogante por un sencillo motivo: el movimiento pasaría, desde mi punto de vista, por un movimiento de solidaridad con la víctima, pero es en realidad un movimiento contra los verdugos. Nada que objetar, por supuesto, más que el uso de la palabra solidaridad, que es aquí, como en otros lugares, sinónimo de unanimidad –con toda la carga que esta palabra tienen para Girard o para Levinas–. Por otro lado, soy consciente de que ha habido también denuncias de abusos por parte de hombres, como las que han borrado a Kevin Spacey del mainstream. Es decir, de hombres contra hombres. En cualquier caso, el movimiento es en general y claramente un movimiento feminista.

[2] Sobre el concepto de víctima se ha escrito muchísimo. No hay espacio en el blog para extendernos en ello, pero prometo una serie de entradas en breve. Por ahora basten aquí un par de referencias para el «curioso lector»: por ejemplo, Jan van Dijk, una de las eminencia en esa ciencia tan de nuestro tiempo, la victimología, se pregunta en un trabajo sobre el uso de la palabra «víctima»:

Why was a term with such cruel as well as holy connotations chosen to refer to ordinary persons harmed, injured, or wronged by ordinary crimes? (…) the use of the term is puzzling—mysterious even—and that this linguistic phenomenon has attracted surprisingly little attention from scholars. (…) A better understanding of the reasons for the adoption of this word might offer new insights into the prevailing attitudes toward crime victims in Western culture, including prevalent arguments in the philosophies of criminal justice.

En Van Dijk, Jan. “In the Shadow of Christ? On the Use of the Word ‘Victim’ for Those Affected by Crime.” Criminal Justice Ethics 27, no. 1 (January 2008): 13–24, p. 14. Respecto al caso particular de las víctimas femeninas, Pamela Davies, Sandra Walklate y otras han desarrollado su trabajo en esta línea:

Davies, Pamela. “Lessons from the Gender Agenda.” In Handbook of Victims and Victimology, edited by Sandra Walklate, 175–201. Hoboken: Taylor and Francis, 2012.
———. “Looking out a Broken Old Window: Community Safety, Gendered Crimes and Victimizations.” Crime Prevention and Community Safety 10, no. 4 (2008): 207–225.
Hoyle, Carolyn. “Feminism, Victimology and Domestic Violence.” In Handbook of Victims and Victimology, edited by Sandra Walklate, 146–74. Hoboken: Taylor and Francis, 2012.
Walklate, Sandra. “Victims, Victimology and Feminism.” In Handbook of Victims and Victimology, edited by Sandra Walklate, 119–23. Hoboken: Taylor and Francis, 2012.

Ni en el debate en torno al #MeToo, ni en lo que toca la Teoría Mimética he encontrado, hasta donde alcanzo, referencias a la victimología como disciplina claramente definida ni a este tipo de cuestiones. La victimología se desarrolla dentro de la criminalística. El escenario judicial, con todas las connotaciones que puede tener dentro de la Teoría Mimética, es, por tanto, el contexto del desarrollo de la moderna reflexión sobre la víctima. El libro de Martha Reineke, Intimate Domain. Desire, Trauma, and Mimetic Theory, es un estupendo ejemplo de reflexión teórica centrada en la víctima, si bien aborda la cuestión de la víctima, en femenino, desde el psicoanálisis y la semiótica de Kristeva.

[3] René Girard, Aquel por el que llega el escándalo, trans. Ángel J Barahona Plaza (Madrid: Caparrós, 2006), 70–71, 80–81.

[4] Algunos victimólogos, especialmente en USA, han preferido el uso de crime survivor. Ante esta posibilidad, comprensible, van Dijk afirma la genialidad del uso de la palabra víctima –en un texto que merecerá un comentario más amplio en algún post-erior–:

Crime victims, then, are victims in a double sense: they have been damaged first by the offender and second by society’s institutional response to their victimization—a response that restricts their freedom to arrange a revenge. The label of victim, with its dual connotations of suffering and non-retaliation, seems then particularly appropriate for those affected by crime. By calling them victims, we acknowledge their suffering while at the same time restraining their vengefulness. The application of the victima label to those harmed by crime is a linguistic stroke of genius. This may well explain why all European languages have opted for this loaded label for those affected by crime. This speculative interpretation also explains why the concept did not, contrary to Fletcher’s assumption, originally emerge as a legal term in criminal trials. The victim label has been adopted to try to exclude victims from criminal trials or to minimize their role. In this view, the function of the victim label is diametrically opposed to the accusatory role assumed by Fletcher and others. It is an oxymoron if someone called «a victim» speaks up assertively or vindictively in a criminal trial. Íbid., p. 21

Sea cual sea el que valor que le demos, tras la palabra víctima hay una sabiduría que está esperando ser descubierta.

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