Miedo (2)

Por Ángel J. Barahona Plaza, escrito el 20 de marzo de 2016.

Fotograma de Her de Spike Jonze, con Joaquin Phoenix.

Valores perdidos, sin nunca haberlos hallado.

Hemos dado carpetazo a un cristianismo que nunca conocimos más que en su rostro desfigurado por los pecados de algunos que se llamaban a sí mismos cristianos. Esta auto denominación -tal vez no por maldad sino porque que respondían a un contexto cultural-responde a una historia heredada que no se esforzaron por asimilar. Se quedaron a medio camino de llevar las enseñanzas del evangelio hasta las últimas consecuencias. Se quedaron anclados en el aparato cultural tejido de mil y una formas paganas subsistentes: amor al dinero, culto al eros, adoración de la violencia, costumbres bárbaras que cambiaron a Odín por Cristo sin resolver la diferencia, a Venus por la Virgen sin entender la diferencia. Por eso es tan fácil la transición actual, «el retorno de los brujos» ya es un hecho (Pauwels), la vuelta de la Virgen a la Pacha Mama ya es un hecho, de la Iglesia a la Madre Naturaleza.

Hoy vemos con asombro que se adoptan como propios de la Ilustración valores cuyo origen es netamente cristiano, inéditos hasta que irrumpe el cristianismo en escena. Si bien es verdad que disfrazados por nuevas configuraciones parecen creación original del último estertor de la razón –por decir algo–: la familia, el respeto, la tolerancia, la paz… Pero les han cambiado su esencia: por el miedo a que un ser humano sufra de soledad cualquier cosa es familia; por el miedo a que la libertad del otro me dañe exigimos un respeto que castra nuestra libertad; por el miedo a ser rechazados exigimos tolerar todo lo moralmente intolerable; por el miedo a la violencia de los otros amputamos nuestra sed de relaciones auténticas, nuestro anhelo de verdad.

La clave de la posmodernidad es el miedo. Por eso hay que abolir las antiguas seguridades para mecerse en la inseguridad como punto de anclaje tembloroso. La ausencia de certezas parece que es el derivado de una mentalidad cientificista, pero es sólo miedo al debate sobre lo que verdaderamente importa. Tanto a nivel privado como público, tanto en la familia como en el trabajo. Hoy en día es difícil sentirse perteneciente a una comunidad. La pertenencia no es sobre la identidad compartida, abierta, arriesgada y amorosa, a una comunidad, sino una identidad a la contra, por rivalidad: me apunto un grupo que odia al otro, a una nación que odia a la otra, a un partido que odia al otro. Pertenecemos a una sociedad global, pero falta definición de identidad propia. Esta situación hace perder el equilibrio y, en los más vulnerables, provoca crisis de ansiedad y depresión. Por ello, el miedo a no saber “quién eres” se logra por contraposición. Es el triunfo de la dialéctica hegeliano-marxista.

Detrás de estas relaciones atormentadas se encuentra la experiencia del dolor de entrar en contacto con los otros. Sartre ha calado en el alma posmoderna: el infierno son los otros. Sin el parapeto moral que nos daba la cultura –pátina cultural-cristiana- cada vez más ante una dificultad (como un amor frágil o finito) se ve como opción el crimen o el suicidio, la destrucción de la familia, de los vínculos que unieron románticamente a la pareja. El miedo a sufrir y el infantilismo de moda: tolerancia cero a la adversidad, a cualquier contrariedad… nos hace incapaces de sostener las relaciones que alguna vez no supongan ser una fuente de placer permanente.

Cada vez más se hace insostenible una relación que contenga algún elemento de desagrado, que no sea una adoración narcisista compartida, donde el otro no funcione de espejo y ejerza su crítica. Las personas ya no distinguen el impulso del deseo, el sexo del amor. Pensar es demasiado costoso, adentrarse en los entresijos de la personalidad propia, de los propios defectos, se hace insoportable. Vivimos instalados en la autocomplacencia, en el caballo de una falsa libertad (cuanto más libres creemos ser más imitadores somos). Nuestra frágil autonomía (aunque en apariencia sea soberbia, cada vez más dependemos de la mirada y aceptación de los demás) se quiebra ante el primer obstáculo. El primer viento contrario nos disuade de seguir buscando nuestra Ítaca.

Por eso nos refugiamos detrás de pantallas, fotogramas, instagramas, facebook. Y nos congratulamos con películas apocalípticas que pasan lejos de casa. Pero lo único que importa es tener un perfil. El miedo a una relación real (películas como Her, o series como Black Mirror), miedo por no tener identidad, miedo de recordar cosas desagradables, miedo a no dormir bien, miedo al sueño, miedo de mirarse por dentro, miedo de no gustar, miedo de aceptar algo que no me agrada y que me incomoda, son el motor de las psicopatologías del siglo XXI. Las drogas, el juego, la bulimia, la anorexia, la ansiedad incontrolable, el alcohol, agorafobia, el síndrome de hiperactividad, el síndrome obsesivo compulsivo. Las nuevas dependencias adictivas se presentan como alternativas para definir el propio ser y ser identificado, pero tienen la contrapartida de incrementar las dimensiones del problema en vez de solucionarlo.

Una forma universal y perenne de canalizar el miedo es encontrar un culpable. Los miedos y visiones apocalípticas aparecen en el horizonte y necesitan un chivo expiatorio para no desembocar en una catástrofe autodestructiva, auto inculpatoria. La solución: echar la culpa a otro. Este es el éxito de determinadas psicologías, análisis sociales, políticas… El éxito de los partidos populistas reside en que tienen fácil señalar a un culpable. Esto libera mucha energía reprimida, resentida, canaliza la descarga eléctrica a la toma de tierra. De una generación a otra prima el olvido, y la confianza se reinstala en la esperanza de que ahora sí se va a inaugurar la justicia, la honestidad… En esa nueva ilusión votamos, nos revolvemos en el asiento frente al televisor como quien está jugando un partido definitivo. Ese nosotros ficticio en el que nos sentimos arropados nos quita por un momento el miedo y nos permite respirar. Ese nosotros nos reviste de pureza, de buenas intenciones, de inocencia. El mundo es recreado, hemos disfrutado de minutos de paraíso. Hemos tocado el árbol que nos hace dioses.

Por un minuto perdimos el miedo y la memoria.

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3 comentarios en “Miedo (2)”

  1. Alejandro de Pablo Martínez

    Leo las dos entradas al respecto y me viene a la memoria un cuento de Tolstoi: «el origen del mal».
    En él, el autor pone en boca de animales lo que cada uno de ellos considera es la causa del sufrimiento: el hambre, la ira, el amor. El último en hablar es un ciervo que considera el miedo como el origen y afirma: «Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien».

    Muchos alumnos hacen plagio de ideas. Así vivimos en la sociedad. No se cita, se toma lo que te gusta y se atribuye, y se considera que es una propia. Hasta que llega la siguiente idea que en el mejor de los casos complementa, o, lo que es más usual, anula a la anterior. De idea en idea.
    Las verdades cristianas, sus pensamientos, se toman, usan, comentan, pero no se citan. Cristianismo sin cristianismo.
    Menos mal que Tolstoi sabía que no son los sentimientos los que originan el mal y termina el cuento con las palabras del ermitaño: «la fuente de nuestros males está en nuestra propia naturaleza humana».
    Vamos, lo que otros llaman pecado original.

  2. Pingback: La ofensa (II) | Las cosas ocultas desde la fundación del mundo

  3. Pingback: La ofensa (II) – Xiphias Gladius

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