París bien vale una misa

Por Ángel J. Barahona Plaza, escrito el domingo 15 de noviembre de 2015

Las lecturas de la misa del domingo, que apuntan al Adviento, hablan de un preanuncio de lo que ha de llegar de carácter apocalíptico. No quiero que se entienda esto como oportunismo fundamentalista y agorero… No es esa la intención de los apocalipsis sinópticos, y ni siquiera del apocalipsis atribuido a San Juan. Más bien es llamar  a la conversión  a aquellos que viven alienados o pensando que el día y la hora están lejos o que nunca llegarán… en el que los cielos conflagren… El apocalipsis, en sentido de final de los tiempos, no es un castigo divino sino algo que compete a los hombres. La lectura del evangelio del viernes día 13, era de san Lucas (17,26-37):

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban, hasta el día que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre. Aquel día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas; si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará. Os digo esto: aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán. -Ellos le preguntaron: “¿Dónde, Señor?” – Él contestó: «Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo».

Y las de la misa del domingo de la profecía de Daniel (12,1-3) abunda en el mismo sentido:

“Serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora… Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.

Y el Evangelio de San Marcos (13,24-32) que Jesús anunció a sus discípulos:

«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre»

Son palabras proféticas que la física actual podría corroborar: supernovas, estrellas que colapsan, el Sol como tal estrella se apagará… Algo impensable para la física y la astronomía de aquella época, parece anunciar un final de este eón conocido. Pero detrás de estas profecías de las que los evangelios están llenos, todo aquel que se siente interpelado por ellas entiende que está hablando para su generación.

Las lecturas que nos acercan al Adviento no nos van a dejar dudas al respecto. Pero hay otra coincidencia que quiero destacar. El 4 de noviembre murió uno de los más grandes intérpretes de la historia, un gran antropólogo, cuyo renombre ha sido opacado por la “academia” por su conversión al cristianismo: René Girard. En su libro sobre el Apocalipsis –Achever Clausewitz, traducido al castellano por Katz, con el poco acertado título de Clausewitz en los extremos–, Girard se inspira en una idea del gran militar prusiano para definir una nueva forma de guerra, y el sentimiento de hostilidad creciente e interminable que la rige: “so gibt jeder dem anderen das Gesetz, es entsteht eine Wechselwirkung, die dem Begriff nach zum äusseresten führen muss”, que Girard traduce por :

«Cada uno de los adversarios hace la ley del otro, de donde resulta una acción recíproca que, en tanto concepto, debe llegar a los extremos».

Estamos en París, ante un escenario bélico, que no es más que la expresión encadenada de una serie de represalias que expresan esta escalada a los extremos  de un sin fin de reciprocidades miméticas que no sabríamos reconstruir históricamente, es decir a quién culpar o decir quién empezó primero. Para Girard, el cristianismo, la religión de la víctima, tiene las claves de los sucesos del mundo. Nadie quiere escucharle porque su denuncia es multifocal: todos somos culpables, todos estamos involucrados en un vaivén de simetrías, de tomas y dacas de origen mimético, que a duras penas logran disimular nuestra implicación criminal en la violencia del mundo. Cristo nos ha hecho  entrar en un tiempo histórico que nos impide reconciliarnos, lograr el orden social como se ha hecho siempre: sobre las espaldas de las víctimas inocentes. Seguimos intentándolo una y otra vez, desahogando nuestras frustraciones sobre inocentes. Estos jóvenes llenos de odio, víctimas a su vez de otras situaciones de odio, descargan sobre occidente su ira buscando una catarsis imposible: multiplicando el escándalo mediático con sus acciones, acumulando cadáveres sólo ensangrientan el planeta, pero no logran nada.

“Privados del sacrificio [denunciado por Cristo como acción criminal ya no tiene eficacia para traernos el orden, la paz anhelada], nos encontramos frente a una alternativa inevitable: o reconocer la verdad del cristianismo, o bien contribuir a la montée aux extrêmes -“llegada a los extremos”— rechazando la Revelación. Nadie es profeta en su tierra, porque ningún país quiere entender la verdad de su propia violencia. Cada uno buscará disimularla para obtener la paz. Y la mejor manera de tener esa paz es haciendo la guerra. Tal es la razón por la que Cristo padeció la suerte de los profetas. Se acercó a la humanidad provocando el enloquecimiento de su violencia al mostrarla en su desnudez. En cierto modo él no podía triunfar. Sin embargo, el Espíritu continúa su obra en el tiempo. Es el Espíritu quien nos hace comprender que el cristianismo histórico fracasó y que los textos apocalípticos ahora nos hablarán como nunca lo han hecho» (p. 188, Achever Clausewitz).

Cristo ha puesto sobre el candelero otra parte de la verdad que los hombres se ocultan a sí mismos.  Cristo ha revelado con su sacrificio la mentira del chivo expiatorio que fundaba los órdenes sociales. La paz fruto de la unanimidad que garantizaba el orden social se construía sobre víctimas inocentes: reyes y presidentes. Aunque tuvieran algún rasgo de maldad o culpabilidad, alguna acción perversa en su haber, la acusación estereotipada de la masa humana les hacia culpables de la totalidad, del desorden social, y su sacrificio se convertía  en la realidad fundadora: así Julio César, Luis XVI, Nicolás II, Saddam Hussein (para ver el largo etcétera de la historia consultar mi libro: René Girard, de la ciencia a la fe). En  una  entrevista de Carlos Mendoza  a René Girard aparecen conceptos clave para entender lo que ha pasado en París…, siguiendo este hilo argumental dice (citando su libro, Achever Clausewitz):

“En suma, la crisis ya no es tal. De ahí que aquella misteriosa palabra de Cristo, ‘Veo a Satán caer como el relámpago’ transmitida por Lucas en su evangelio (Lc 10:18), resume de manera magistral esta revelación. La perpetuidad de la crisis mimética ha quedado puesta en entredicho: «Cristo enciende la mecha revelando la esencia de la totalidad. Por tanto pone la totalidad en estado febril porque el secreto de esta totalidad ha sido revelado a plena luz» (Achever Clausewitz, p. 180). Por eso hay algo radicalmente más importante: la crisis no es ya la última palabra sobre la humanidad. Como lo escribí en mi último libro: «Cristo retiró a los hombres sus muletas sacrificiales dejándoles así frente a una terrible elección: creer en la violencia o no creer ya más en ella. El cristianismo es la increencia. […] Tarde o temprano, o bien los hombres renunciarán a la violencia sin sacrificio, o bien harán estallar el planeta: estarán en estado de gracia o de pecado mortal. Se puede decir, por tanto, que si lo religioso inventó el sacrificio, el cristianismo lo anuló. […] Habrá que volver siempre sobre esta salida de lo religioso que solamente puede realizarse en el seno de lo religioso desmitificado, es decir, del cristianismo» (Achever Clausewitz, pp. 58, 60, 64). Esta verdad es, a mi parecer, la que aporta la apocalíptica cristiana primitiva, en especial los textos apocalípticos sinópticos ya que son los más completos al revelar la verdad de la víctima: «la destrucción sólo concierne al mundo. Satán no tiene poder sobre Dios» (Achever Clausewitz p. 190). Esos textos describen así con gran dramatismo cómo la violencia siempre se da como rivalidad entre dobles miméticos: ciudad contra ciudad, nación contra nación, padres contra hijos. Hablan de una catástrofe inminente, pero precedida por un tiempo intermedio, de duración casi infinita, que alarga la llegada del día final. Por ello me parece que tales textos son de una actualidad extraordinaria. Aunque esa demora del día final genera impaciencia y hasta desánimo puesto que no sabemos entonces qué esperar ni hasta cuándo. ¡Eso es precisamente lo que reprochaban los tesalonicenses a Pablo! Le interrogaban por lo que sucede entonces cuando la Parusía se retrasa. Es lo que Lucas, que al fin y al cabo fue compañero de Pablo en sus viajes, llama ‘el tiempo de los paganos’, cuya demora es muy larga e incierta, terrible. En ese sentido, la Segunda Carta a los Tesalonicenses habla de lo que retrasa la Parusía: el Katéjon (2 Tes 2: 5) o personaje que ‘retiene’ la manifestación del Anticristo es el orden arcaico representado por el Imperio Romano en ese contexto de decadencia que viven los tesalonicenses. Habría que leer también a Agustín en este sentido apocalíptico cuando escribe sobre el retraso del día final. La paciencia es entonces la respuesta de los cristianos al ‘tiempo de los paganos’ (Lc 21: 24): «La gran paradoja en este asunto es que el cristianismo provoca la ‘montée aux extrêmes’ al revelar a los hombres su propia violencia. Impide a los hombres endosar a los dioses esa violencia y los coloca delante de su propia responsabilidad. San Pablo no es para nada un revolucionario, en el sentido moderno que se ha dado a este término: dice a los tesalonicenses que deben ser pacientes, es decir, obedecer a los Principados y Potestades que de todos modos serán destruidos. Esta destrucción llegará un día a partir del hecho del imperio creciente de la violencia, privada ya de su altar sacrificial, incapaz de hacer reinar el orden sino a través de más violencia: serán necesarias cada vez más víctimas para crear un orden cada vez más precario. Tal es el devenir enloquecido del mundo del que los cristianos llevan sobre sí la responsabilidad. Cristo habrá buscado hacer pasar a la humanidad al estado adulto, pero la humanidad habrá rechazado esta posibilidad. Utilizo adrede el futuro anterior porque existe ahí un fracaso profundo» (Achever Clausewitz, p. 212).

Pero Girard todavía nos ayuda más a comprender por qué esta locura no admite ningún análisis clásico. Estos crímenes nefandos son un problema de la pérdida de sentido transcendente de la vida.  Por muy emotivo que sea el hecho de que un pianista espontáneo interprete en las calles de París el Imagine de Lenon, dejando el mensaje de que un mundo sin religión será un mundo más pacífico, no podemos caer en la trampa de ese mensaje subliminal.  La religión arcaica que es el Islam está en el corazón del hombre. Siempre el hombre ha hecho de la política lo sagrado, y lo sagrado es sacrificial: la ideologías totalitarias, racionalistas o de otro tipo, fascistas o comunistas, capitalistas o comunitaristas, de derechas o de izquierdas, siempre han recurrido al sacrificio de los otros en el ara de la utopía, de la paz añorada. La única religión que ha traído la secularización, que se ha opuesto a contaminarse o dejarse usar por el poder político (ahí está la lucha de las Investiduras), aunque los hombres hayan hecho de ella en ocasiones un instrumento útil para sus ansias de domino  y algunos de los suyos se hayan dejado querer (la Inquisición o las Cruzadas son ejemplo de ello) es el cristianismo. La propuesta cristiana ha sido construir sobre el perdón, sobre la consideración del otro como hermano, sea quien sea.  La pátina de cristianismo que exhibió alguna vez la cultura occidental, nunca penetró más allá de la superficie de los hombres que se mantenían en la creencia pagana de que la violencia trae la paz.  La mentira más grande la historia. Como decía  San Juan Pablo II: “La violencia mata lo que intenta crear”. El objetivo del cristianismo no ha sido el poder. De algunos que se dicen cristianos o se decían, sí, pero del cristianismo, no. No hay mensajes ambiguos o equívocos en el evangelio. No hay más aspiración que dotar al hombre de sentido, que inaugurar un reino de amor, donde el otro es Cristo y no el enemigo a batir o a odiar.

Así nos dice Girard en esa entrevista a Carlos Mendoza citando de nuevo su obra:

Acompañados de la principal revelación cristiana, de acuerdo con el desarrollo que usted ha hecho de la teoría del sacrificio: la fuerza de la víctima que perdona. Este apocalipsis no es verdaderamente terror porque lo verdaderamente terrible es la ausencia de sentido. Al fin y al cabo, para la mayoría de los seres humanos de nuestros tiempos, esta violencia está visiblemente en aumento en el mundo. Y en la medida en que esta violencia no tiene sentido es cada vez más terrible. Por eso el anuncio apocalíptico del cristianismo no es una amenaza, sino por el contrario la esperanza de la realización de la promesa cristiana: Cristo ve en el mundo cosas que el mundo no ve. «Cristo es ese Otro que viene y quien, en su misma vulnerabilidad, provoca el enloquecimiento del sistema. En las pequeñas sociedades arcaicas, ese Otro era el extranjero que trae consigo el desorden y que termina siendo siempre el chivo expiatorio. En el mundo cristiano es Cristo el Hijo de Dios quien representa a todas las víctimas inocentes y cuyo retorno es llamado por los efectos mismos de la ‘montée aux extrêmes’. ¿Entonces qué podrá constatar? Que los hombres se han vuelto locos y que la edad adulta de la humanidad, esa edad que él anunció por medio de la Cruz, ha fracasado» (Achever Clausewitz, p. 191).

(…) Por eso, aunque parezca paradójico, el apocalipsis es reconfortante en cuanto satisface el deseo de significación. Las pruebas y dificultades actuales no son insignificantes porque siempre se encuentra escondido detrás de ellas el Reino de Dios.

C. Mendoza: Pero entonces, ¿las masacres como Acteal en México y tantas en el mundo [y aquí podemos incluir NY, Madrid, Londres, París… y mañana Roma, Berlín… a la pregunta de Carlos Mendoza] pueden tener otro sentido que el solo equilibrio del antagonismo entre rivales mediante el deseo de aniquilación de unos contra otros? ¿No es predicar a las víctimas una resignación ante sus verdugos? ¿Qué memoria cristiana es posible hacer de esas víctimas que no signifique pasividad ante la injusticia, la violencia y la muerte?

René Girard: Solamente es posible recuperar esa memoria de la masacre sin atribuirle un sentido sacrificial arcaico. Frente al sufrimiento del inocente no nos queda sino la indignación. Este tipo de acontecimientos trágicos no me es ajeno, aunque debo decir que tampoco es parte de la problemática inmediata en la que he construido mi pensamiento. Pero hay que insistir en la importancia de actuar para superar las causas de ese sufrimiento y muerte, sin ceder al resentimiento que se expresa como deseo de venganza. Con lo anterior no quiero decir que haya que renunciar a la acción para intentar cambiar el sentido de la violencia mimética. La cuestión consiste en saber si el uso de la violencia para mejorar el mundo puede ser legítimo […]. El pensamiento cristiano que procede como respuesta inteligente a una situación de injusticia y violencia a la que son sometidas naciones enteras es totalmente razonable y legítimo, con las nuevas expresiones que el cristianismo pueda tomar en estas circunstancias […] No hay que olvidar que en Occidente el cristianismo fracasó tanto como el racionalismo moderno, y por eso ahora nos encontramos en medio de esta violencia extrema que amenaza no solamente a la humanidad sino también al planeta entero. […] En este contexto de la búsqueda de superar el racionalismo ingenuo, quisiera decir algo, en cierto modo retórico, sobre mi insistencia en lo apocalíptico. Pienso que la gente no tiene suficiente temor sobre la violencia desencadenada ‘desde la fundación del mundo’ hasta la violencia extrema que vivimos en estos tiempos inciertos. Y yo no quiero tranquilizar a nadie: «Es urgente tomar en cuenta la tradición profética con su implacable lógica que escapa a nuestro racionalismo extendido. Si el Otro se acerca, y si un pensamiento del Otro radicalmente otro es aún posible, es tal vez porque los tiempos están llegando a su cumplimiento» (Achever Clausewitz, p. 195).

Reitero lo que ya he escrito recientemente: «Es necesario pensar el cristianismo como esencialmente histórico y Clausewitz nos ayuda a ello. El juicio de Salomón lo dice ya todo al respecto: existe el sacrificio del otro y existe el sacrificio de sí mismo; el sacrificio arcaico y el sacrificio cristiano. Pero siempre se trata del sacrificio. Nosotros estamos sumergidos en el mimetismo y es necesario renunciar a las trampas de nuestro deseo, que siempre radica en el deseo de lo que posee el otro. Lo repito una vez más, no hay saber absoluto posible, estamos todos obligados a permanecer en el corazón de la historia, de actuar en el corazón de la violencia, porque comprendemos cada vez más sus mecanismos. ¿Sabremos sin embargo desmontarlos? Lo dudo» (Achever Clausewitz, p. 80).

El cristianismo nos  ha traído una revelación inédita sobre cómo funciona la violencia humana. Ha puesto en marcha una verdad a la que la humanidad se tiene que enfrentar: los ídolos llenos de sangre no solucionan nada, solo multiplican la rabia y el dolor.  ¿Cuántos muertos harán falta para que nos paremos  y nos pensemos unos a otros como hermanos? Cristo ha abierto esa posibilidad declarándonos a todos con su muerte en la cruz como inocentes, unidos por su sangre en un solo cuerpo.

Ni los griegos, ni el Islam, ni el racionalismo deísta o ateo, nos dio una sola pista para escapar de la autodestrucción, todo lo contrario nos abocan a ella porque son productos de la imaginación delirante humana que fabrica dioses que auto justifican el sacrificio de los otros.

«Un dios del que podemos apropiarnos es un dios que destruye. Nunca los griegos buscaron imitar algún dios. Hubo que esperar al cristianismo para que esta perspectiva mimética se impusiese como la única redención posible, habida cuenta de la locura revelada de los hombres […] Hölderlin siente por lo tanto que la Encarnación es el único medio dado a la humanidad para afrontar el muy saludable silencio de Dios: Cristo mismo interrogó ese silencio en la Cruz para luego él mismo imitar la retirada de su Padre y volverse a encontrar con él en la mañana de la Resurrección. Cristo salva a los hombres ‘destrozando su propio cetro solar’. Se retira en el momento mismo en que podría dominar. De ahí nos es dado a nosotros probar dicho peligro de la ausencia de Dios, experiencia moderna por excelencia –porque es el momento de la tentación sacrificial, de la regresión posible a los extremos– pero también experiencia redentora. Imitar a Cristo consiste en rechazar el deseo de imponerse como modelo, siempre borrarse frente a los otros. Imitar a Cristo es hacer todo para no ser imitado.» (Achever Clausewitz, p. 218). Lo que no podemos olvidar –y lo quiero reiterar con insistencia– es que el cristianismo logró descubrir esta verdad de la víctima y también desenmascaró la mentira del sacrificio, quizás con más radicalidad que otras tradiciones religiosas de la humanidad. Tal es la herencia que deseo perpetuar».

La muert de Girard ha llegado antes de la masacre de París, pero hoy será de nuevo recordado como aquel que tenía una palabra que decir sobre la violencia humana y el papel singular del Cristianismo para entender la historia.

París bien vale una misa, en cuyo altar sean la víctima y el sacerdote la misma a persona, donde solo el propio Dios se inmole para mostrarnos el único camino de la paz.

close

REGÍSTRATE PARA RECIBIR LAS ÚLTIMAS NOVEDADES

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *