¿Por qué me persigues? (I)

Por Ángel J. Barahona Plaza, 16 de septiembre de 2015.

«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y El respondió: Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Hc 9, 4)

Huyen despavoridos porque son perseguidos… ¿Quiénes son los perseguidos? Siempre los mismos aunque con distintas acepciones… Armenios, Kurdos, caldeos, judíos, palestinos, mujeres, niños, negros en países de mayorías blancas, o blancos en países de mayorías negras, de izquierdas y de derechas en mayorías de derechas o de izquierdas…. ¿Qué más da?

Víctimas inocentes de una ecuación maldita que la gente atribuye a la necesidad de despejar determinadas incógnitas: causas económicas, políticas, raciales o sexuales… ¡Error monumental!

La multiplicación de los significantes oculta la unidad y universalidad de los significados.

La persecución es un concepto que adquiere carta de naturaleza con el cristianismo. El cristianismo es la conciencia de que la persecución no es un evento accidental sino un mecanismo estereotipado que forma parte del funcionamiento de nuestras sociedades: las masas perseguidoras se ponen marcha según estímulo recibido ante determinadas señales. No hay determinismo pero si causalidad.

Girard nos habla de un gran descubrimiento, que, por obvio, pasa desapercibido a las ciencias sociales: la constatación de ‘estereotipos de persecución colectiva’. Las comunidades o sociedades humanas definen un rango de víctimas sacrificables con miras al restablecimiento del supuesto orden perdido o amenazado. Esta tendencia a definir lo que él llama «chivos expiatorios» garantiza a las sociedades un futuro pacífico, una zona de seguridad, de tranquilidad. La paz viene construida sobre los cadáveres de los díscolos, de los prescindibles, de los que son un estorbo para el ideal de orden soñado que compartimos las mayorías según qué espacios sociales o territorios. A eso le llama mecanismo sacrificial. Descargamos sobre minorías, extranjeros, o pobres de cualquier tipo (sobre las “nuevas pobrezas” es conveniente releer al Papa Francisco) nuestra furia, nuestras frustraciones, nuestro dolor. Causando dolor a otros parece que el nuestro es menor o que será sanado porque “ellos-los otros” son la peste (tema recurrente en los mitos y en la historia: atribuir a los perseguidos ser los causantes de la contaminación que nos mata).

Girard plantea que la obsesión por convertir a personas en víctimas y la violencia originaria contra ellas es la causa de todas las diferencias culturales posteriores que traen cierto orden social. Lo que él llama el degree, la jerarquía, el orden de las instituciones sociales que garantizan cierto funcionamiento de las cosas descansa sobre la elección de víctimas.

“En el mecanismo fundador es contra la víctima y alrededor de ella es como se lleva a cabo la reconciliación […] Gracias a la víctima, en cuanto que parece salir de la comunidad y la comunidad parece salir de ella, puede existir por primera vez algo así como un dentro y un fuera, un antes y un después, una comunidad y un algo sagrado […] Esa víctima se presenta a la vez como mala y como buena, como pacífica y como violenta, como vida que hace morir y como muerte que asegura la vida. No hay ninguna significación que no se esboce en ella y que no aparezca al mismo tiempo trascendida por ella. Da la impresión de que se constituye entonces como significante universal”.

En todo este proceso, Girard elabora una teoría del signo y de la significación. La víctima es la víctima de todos los que forman parte de esa anhelada comunidad ideal, de ese Estado Islámico o de esa nación arcádica imaginada. En ese instante se fija sobre ella la mirada de todos los miembros de la comunidad. Sobre ella cristaliza la experiencia complementaria que necesitamos para construir la utopía desde la nada. Por muy débil que sea, la conciencia que los participantes adquieren de sí mismos desde la víctima está ligada a los milagrosos efectos que acompañan su paso del caos al orden, a la inversión espectacular y liberadora que se efectúa cuando los que nos odiábamos nos reconciliamos, los que vivíamos sin sentido encontramos sentido, los que temíamos al de al lado, ya no lo tememos. Matar juntos crea la comunión sagrada entre los asesinos. La víctima congrega sobre ella las emociones suscitadas por la crisis social precedente y su resolución sacrificial augura la paz ansiada entre los que nos tenemos miedo. La víctima tiene la culpa, una culpa difusa, inconsistente, pero que adquiere el valor de un significado grandioso inevitable: en el fondo sacrificarla es curarla, a ella y a la comunidad en crisis.

Girard nos dice que adquiere el carácter de símbolo por casualidad, pero de ella emerge “una unidad cualquiera de una masa confusa, de una multiplicidad todavía innominada” (Girard, 1982: 114). Se trata de la emergencia de la diferencia significativa, dentro de una totalidad uniforme, indiferenciada, de todos demasiado semejantes, en estado de crisis.

“Nunca es la diferencia lo que obsesiona a los perseguidores y siempre es su inefable contrario, la indiferenciación”

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