What to do?

Por David García-Ramos Gallego, el 15 de enero de 2015

Me decido a publicar aquí la respuesta que dirigí hace unos días a un correo electrónico que me envió una alumna preguntándome mi opinión sobre los atentados de París de la semana anterior. Es una respuesta que comparto con los lectores de este blog con el ánimo de generar un cierto debate sobre dos cuestiones que aquí interesan: lo que algunos llaman la tiranía de la libertad de expresión (en un movimiento pendular que va de la defensa a ultranza de cualquier contenido a la censura más hipócrita) y el imperio del terror que nos conduce a un trato sórdido del que difícilmente parece que podamos escapar. No modifico ni una sola línea.

Buenas tardes, C.:

 

Gracias por el interés y por preguntarme. Te confieso que me pones en un aprieto. Participo en algún blog en el que a veces nos hemos permitido el hablar de estas cosas. Y, a pesar de que el tema encaja perfectamente con nuestros intereses –analizar los vínculos entre lo religioso/sacro y la violencia–, esta vez nos hemos permitido el lujo de no publicar ningún comentario. ¿Por qué? Pues por falta de tiempo para poder analizar la avalancha de información y para no repetir el consabido «Je suis Charlie Hebdo» sin más ni más –que no hubiera sido poco–.

Voy a intentar responder a lo que planteas. Primero voy a intentar estructurar y reformular tus preguntas, para organizar un poco las respuestas. Creo que lo que quieres decir es ¿por qué?, es decir, ¿cómo es posible que pase esto hoy, aquí…? Y, una vez ha pasado, ¿qué hemos de hacer?

A la primera pregunta no basta con decir que son unos desequilibrados. No todo desequilibrado coge un arma y va a pegar tiros a la redacción de un semanario. Hay una situación social, un determinado estado del mundo, de las cosas –es decir, el cómo-va-el-mundo–, que posibilita que esto suceda y que suceda con irritante frecuencia –no es el primer atentado ni, por desgracia, es probable que sea el último–. En este escenario en el que era probable que esto sucediera, han jugado un papel muy importante las ideologías y las religiones. Sobre esto podríamos escribir ríos de tinta, páginas y páginas, sin sacar mucho en claro. Voy a intentar sintetizar cómo veo yo las cosas –si quieres profundizar, la bibliografía es casi infinita–.

La religión, entendida en sentido general, funciona como aglutinante social. Como el aglutinante social. El ser humano nace en torno al sacrificio –¿a los dioses?– de un individuo de su misma comunidad. Es más, la comunidad nace durante y tras ese sacrificio. Todas las religiones –te pido un voto de confianza aquí para no hacer demasiado largo esto: créeme cuando digo todas– tienen en sus relatos de origen algo que podría recordar a este sacrificio que vamos a llamar fundacional.

Para que lo entiendas más fácilmente: es como si al matar la víctima sacrificial, al chivo expiatorio, las cosas cobraran sentido, como diciendo: «ok, ahora todo tiene sentido, este o esta tenían la culpa, era necesario matarlos, ahora su sangre nos curará». Como si al realizar el sacrificio todo cobrara sentido. En su desquiciado sentido del mundo, para los terroristas es así. En su muy desquiciado sentido del mundo. Que no es tan distinto del nuestro pensando que sin esta gente estaríamos mejor.

Las religiones sirven para mantener a las masas en torno a una víctima, un enemigo, un chivo expiatorio sobre el que descargar las culpas y los males de nuestras vidas. En medio de todo esto, el cristianismo revela que todo esto es un callejón sin salida: ante la presión y la presencia del otro cabe solo una posibilidad y es siempre violenta: o matar o dejarse matar. Revela que la violencia es humana, muy humana, y que no tiene nada de divina –como algunas religiones e incluso versiones del cristianismo han mantenido–. Revela que nos construimos dioses a nuestra medida a través de este mecanismo victimario.

Hoy en día la herencia de esta revelación cristiana nos permite vivir en una relativa paz en Occidente. Sí, es cierto que junto con las versiones pacificadoras del cristianismo han convivido versiones más o menos violentas y fundamentalistas. Pero esta revelación es la base de nuestra sociedad: saber que el otro es ya de antes inocente, que Cristo lo hizo inocente y que si el otro muere tengo yo culpa de su muerte.

¿Qué tiene que ver todo esto con los atentados del otro día? Voy a intentar mostrártelo de forma muy sencilla.

Por un lado, nuestra sociedad se ha volcado con las víctimas y esto nos parece natural y bueno. No era así hace tiempo. Por lo general las víctimas han sido vistas siempre como culpables… «Algo habrán hecho». La provocación de Charlie Hebdo era tan evidente que llevaban guardaespaldas. Si me permites, podríamos decir –no lo digo yo, es algo que he escuchado estos días y que en el fondo piensa mucha gente–: «se lo estaban buscando». Lo cierto es que en eso consiste la libertad de expresión –y la libertad en general–: en poder decir lo que uno piensa y siente sin temer las consecuencias, siempre que lo que uno dice o piensa no hiera a nadie. Aquí está también otra de las claves: hasta qué punto cabe decir que el semanario Charlie Hebdo estaba hiriendo a alguien. Podríamos decir que el que quiera reírse de la religión –el Islam, el cristianismo y otras– que lo haga en el salón de su casa o con sus amigos, en un ámbito privado. Esto no sería más que un eco de lo que aquellos abanderados de una cierta modernidad proponen hacer con las religiones: dejarlas para el ámbito de lo privado, para aquellos que quieran cultivarlas en su casa. Yo soy católico y lo soy públicamente. No quiero que recorten mi libertad religiosa y la cercenen hasta que ocupe solo el salón de mi casa. A pesar de que ciertas portadas de este semanario ofenden profundamente mi fe, tengo que defenderlo para defender mi propia libertad. No hay libertades, hay Libertad. Los cristianos creemos que la mayor libertad es la nuestra, la de descubrirnos hijos de Dios, la de poder sobrellevar libremente esta «cochina» vida, la de poder dar la vida por los demás, la de poder servir al otro, libremente. La Libertad es la misma la mía que la de los caricaturistas de Charlie Hebdo: poder decir que no a Dios y reírse de él. El verbo «creer» –creer en o a Dios– no admite imperativo –más que un imperativo exhortativo: te invito a que creas, me gustaría que creyeras y por eso te digo «cree», que es una forma de imperativo–. Igual pasa con el verbo «amar». E igual pasa pasa con «sé libre». Yo no puedo obligar a alguien a ser libre, ser libre es una de las experiencias más estupendas que se nos ha dado, pero no va de suyo, no puedo obligarme a ser libre, tengo que serlo o no. Yo respeto profundamente a aquellos que han escogido ser libres aún en las antípodas de mis opciones de libertad.

Los terroristas no son libres. Viven sujetos a la necesidad de erradicar a aquellos que no piensan como ellos, y erradicarlos no mediante la política, ni siquiera mediante la guerra –que es la política por otros medios, según Clausewitz– sino mediante el terror, que es la guerra por otros medios (según René Girard). En la política el otro es un rival con quien tengo que convivir y buscar el acuerdo. En la guerra hay dos rivales claramente identificados, pero ya consiste en que uno de los dos sobreviva al otro. El terror supone la supervivencia a través de la eliminación del otro, a través de su supresión –de su sacrificio–. Este es el otro lado de lo que te quería mostrar. Ciertas facciones del Islam han retornado a lo algunos especialistas llaman lo religioso arcaico, lo religioso sacrificial. Aquellas formas de lo que denominamos religión que siguen sustentadas en el sacrificio cruento. Cuidado que no es algo propio solo de las religiones –de hecho en las religiones hay al menos una tendencia a lograr librarse de las violencias que parecen ser connaturales al ser humano–: muchas de las prácticas modernas a-teas o laicas han sido profundamente sacrificiales: el nazismo y sus programas de genocidio y las modernas prácticas eugenésicas del aborto y de la eutanasia, se basan en la consideración de la nuda vida –la simpe vida– como no suficiente para asegurar la supervivencia. La dignidad no reside en la vida, la vida puede no ser digna y, por tanto, puedo suprimirla. 

Este pensamiento, esto que los Papas más recientes han llamado la cultura de la muerte, es lo que está también detrás del terrorismo: ciertas vidas no tienen dignidad –pero, ¿y la vida del terrorista suicida?: su dignidad es alcanzada como combatiente y mártir en el momento de dar la vida segando la de otros, es decir, no basta con morir, han de morir en combate, como mártires–. ¿Es esta tendencia terrorista, esta tendencia a la violencia, propia solo del Islam? Ciertamente no. Pero parece que en un sector importante de mundo musulmán se dan este tipo de comportamientos, lo que nos ha llevado a algunos a la necesidad de analizar de nuevo si el Islam es en sí mismo violento. Ya Ratzinger tras su polémica en Ratisbona señaló que no era así. El problema, decía él, era el de una religión apartada de la razón, del respeto al otro, de la dignidad universal e irrevocable de cada vida y de cada persona. El Islam ha estado apartado de la razón demasiado tiempo en demasiados lugares. Pero no por ello puede dejar tratar de evitar la violencia.

Paso ahora a la segunda parte de lo que me planteabas: ¿y qué hacemos ahora? ¿Cómo lidiamos con esto? Ha habido dos respuestas públicas –y si me permites dejaré las privadas, de la que el final de tu correo es ejemplo perfecto, a un lado, por ahora–: por un lado, un repudio absoluto y una identificación con las víctimas, cristalizado en el Je suis Charlie Hebdo. Decir que uno es Charlie Hebdo es decir que uno es víctima, que se ofrece a ocupar el lugar de la víctima. Dudo que muchos de los que estaban en las calles de París entendieran las consecuencias de ofrecerse como víctimas potenciales del mal perpetrado por los terroristas. Lo normal es esconder la cabeza. Menos cuando todos piensan como yo –y por todos entiendo un número grande de personas–. Las manifestaciones de Paris han sido un ejemplo de lo que muchos denominamos comportamiento religioso: todos somos uno, hay un sentimiento de pertenencia y de fraternidad. Esta mañana Hollande hablaba de la unidad de Francia en el funeral de los tres policías –curiosamente una de Martinica, otro de origen argelino y fe musulmana y otro francés continental–. ¿Qué es lo que nos ha unido a todos? Las víctimas. Una cierta catarsis. Lo mismo sucedió el 11S: el sentimiento patriótico, la unidad de todos, el dolor que padecimos, la compasión… ¡nos gustaban! Es hermosos estar unido a otros, compartir sentimientos, ser uno con el otro –así lo relata James Alison–. Esa comunión es la base del amor. Pero fíjate en el origen de esta unidad: unas tumbas, unos muertos. ¿Entiendes ahora lo que te decía más arriba sobre lo religioso arcaico? Cuidado: si yo hubiera estado en París hubiera ido a la manifestación. Sin dudarlo. Hoy también.

Fíjate en lo que te decía: este sentimiento que Aristóteles llamaba catarsis podría pasar por amor, pero no es amor. Por eso los primeros cristianos decían que no eran una religión y que su centro era el amor (lee si quieres las epístolas de Juan). El amor es algo muy distinto a la catarsis. La catarsis se te pasa en cuanto llegas a casa, tiene como límite tu propia seguridad. El amor es ilimitado, no tiene fin, no tiene límite. El que ama, da la vida –me refiero, claro está, a un alto concepto de amor, no a un enamoramiento, una atracción, etc.–. Es la caritas cristiana. La catarsis, que no es mala cosa, que ayuda en muchos momentos, que nos puede abrir el camino a la verdadera compasión, puede llevarnos también a la hipocresía. En este sentido, algunos periodistas e intelectuales han señalado la hipocresía de Occidente ahora –hipocresía por muchos motivos, ni siquiera en esto se ponen de acuerdo–. No obstante, prefiero un poco de catarsis a una respuesta militar, autoritaria, de recorte de libertades. Este es el mal menor. Este mal menor es lo propio de Occidente. Es la base del arte, del teatro, de la literatura, de la música.

¿Qué hacemos, sin embargo? What to do? se preguntaba constantemente frente al Sagrario la activista social y Sierva de Dios Dorothy Day. Y se lo preguntaba porque ese quehacer, ese hacer afectaba a personas a las que había que devolver su dignidad. Adelanto algunas respuestas posibles, pero teniendo siempre en cuenta –y esto no siempre es así– que se ha de buscar restaurar la dignidad de la víctima, pero también del verdugo –y por el camino de muchos de nosotros…–. Perseguir y localizar a los criminales y aplicar la ley. Tratar de evitar que vuelva a suceder… ¿por todos los medios? Aquí es donde hay que tener cuidado. Si es por todos los medios, estamos abriendo la caja de Pandora. Con mil razones y de forma aparentemente razonable, comenzaremos a recortar derechos y libertades. El fin justifica los medios. Matar está mal, pero si tenemos que matar para que otros no vuelvan a matar… ¿Qué hacer con «esta gente»? Lo que tu propones –que queden y se vuelen– no deja de estar en la línea de Charlie Hebdo, puesto que hay un cierto toque de humor en lo que tú propones: que hagan una «quedada colectiva», un flash mob, viral y por redes sociales, y que se inmolen en el altar de su violento Dios. Esta es tu respuesta y es una respuesta irónica, llena de humor, en la que no reparas en herir a los musulmanes que son pacíficos y que como tú condenan los atentados terroristas. Cuidado, no es una crítica. Simplemente te señalo que es muy importante que tú puedas decir esto. Esa es la base de la libertad de expresión.

Por último, queda por analizar si se puede salvar algo del Islam. Creo que es una religión que ha dado cosas muy hermosas culturalmente hablando. Creo que hay buenos musulmanes, creo que es posible encontrar bondad en el Corán. Y todo ello en abundancia. Como cristiano creo que la verdad que revela Cristo supone el fin de las religiones, que la libertad que él da es insuperable. Libertad para rechazarle también –sus discípulos lo rechazaron todos en el momento de la verdad–. Es esa auténtica libertad la que parece no estar en ninguna otra parte: ni en el Islam ni en la sociedad anti-religiosa. Pero sostener y analizar esto de manera contundente merece un libro y no unas pocas líneas.

Sé que no me escribiste esperando una respuesta tan larga. Ahora que releo tu correo me parece que querías más bien desahogarte. Pero tu intranquilidad me interroga y no he podido dejar de contestarte. La cosa es muy compleja y lo que te digo aquí solo es la punta del iceberg. Si has tenido la paciencia de llegar hasta el final te puedo confesar que creo que no hay solución humana a estas cuestiones. La respuesta viene de lo alto. «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». Espero que un día encuentres esta libertad y puedas mirar al otro con amor y misericordia. Me he dejado mil cosas por analizar y contar y muchas están solo sugeridas. Seguro que encuentras agujeros en mi argumentación. Tendremos tiempo de hablarlo estas semanas de intensivo si quieres. Poder hablar libremente de estas cosas es otro de los regalos que el cristianismo ha dado a Occidente.

Un cordial saludo,
DavidGRG

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2 comentarios en “What to do?”

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