De Fallas, manifestaciones, parlamentos y otras realidades miméticas.
Por David García-Ramos Gallego, 11 de marzo de 2012
Uno puede preguntarse qué ha pasado con el movimiento iniciado en el Luis Vives en Valencia casi no hace ni un mes. Pues bien, nada. O, más bien, lo que le sucede a todo movimiento o dinámica, a todo «aparente» caos: las aguas vuelven a su cauce. Lo interesante es comprobar qué ingeniería social ha devuelto esas aguas y a qué cauce. Y el caso es que, con sorpresa, a pesar de que desde una perspectiva girardiana pareciera inevitable, comprobamos que las aguas vuelven al río de la fiesta. No una fiesta cualquiera, sino una fiesta claramente sacrificial. Me refiero, ya lo habrán adivinado, a las Fallas.
Para un madrileño que vive en Valencia –como es el caso– las Fallas constituyen un ejemplo vivo de un folklore que en muchos sentidos se está perdiendo en nuestra aldea global –no en vano han iniciado su carrera para obtener el título de patrimonio de la humanidad–. Ver cómo una de las ciudades más grandes de España se paraliza durante una semana entera –desde al menos el día 8 de marzo ya hay calles cortadas–, cómo las masas se reúnen en lugares comunes, como acuden gentes de todas partes a la gran quema de los ídolos, anunciada cada mediodía por una mascletá de pólvora y ruido –símbolo puro de la violencia real de las armas, pólvora sin balas– hasta el paroxismo de la noche del 19 de marzo. Esa noche casi todos los ninots y las enormes reproducciones de personajes y figuras públicas, satirizados –la víctima culpable– son quemados y la fallera mayor de cada falla llora por la quema, llora por la víctima.
Al conocedor de la obra de René Girard no le resultarán ajenos estos movimientos. El profesor de la Universidad de Valencia, Xavier Costa, en su estudio sobre la fiesta, afirma que las fallas, cada uno de los casales, de las pequeñas –o grandes– asociaciones falleras, funcionan como mecanismos de regulación social o de sociabilidad: el extranjero, por ejemplo, se mimetizará con el entorno formando parte de una falla. El sociólogo valenciano habla, además, del carácter crítico y satírico de la fiesta fallera. La fiesta fallera tiene una función socializadora, creando un ámbito público de crítica. «El punto de referencia más obvio de esta esfera pública festiva es la sátira crítica del monumento o del pasacalle». Es decir, que el monumento que será en unos días pasto de las llamas funciona como chivo expiatorio de la sociedad.
En las fallas nadie es extranjero, las clases se mezclan. El uso de la prenda tradicional iguala a los pobres con los ricos –aunque es evidente que ya en la elección de las telas juega un papel determinante la capacidad adquisitiva, los esfuerzos realizados por muchos falleros para aparentar a través de la vestimenta son enormes–, las procesiones y desfiles se suceden, cada falla trata de marcar la diferencia, pero, como siempre sucede en estos casos, todos tienden a parecerse cada vez más. Cada falla compite por tener la iluminación más fastuosa, el monumento más grande, por hacer la mejor paella, plantar el casal de mayores dimensiones o, simplemente, disfrutar más que los demás. Semejante frenesí que se repite año tras año tenía que ocultar necesariamente ese otro frenesí que han supuesto las manifestaciones y todo el movimiento de la #primaveravalenciana.
No obstante, la #primaveravalenciana se ha reinventado como #intifalla. Desde que comenzaron las protestas en 2010 y a lo largo de 2011, hemos asistido a un efecto dominó. Como ya demostramos en su momento, dicho proceso tenía como base el mimetismo: la imitación de los unos y los otros, del individuo hasta la masa, y luego de masa en masa. De modo que en Occidente el modelo árabe/norte-africano se ha copiado hasta en los más mínimos detalles: el uso de las redes sociales, las acampadas, la toma de espacios significativos, e incluso los nombres. Llamar a un movimiento #intifalla, juego obvio con la intifada es un gesto despreocupado de imitación que, o bien parte del desconocimiento de lo que supone una intifada –en tanto gesto puramente religioso–, o bien lo asume como tal, secularizándolo. En cualquier caso, si lo único que quedaba por imitar era la violencia con la que se produjeron las protestas en el Norte de África y en Oriente Próximo, ya estamos a un paso de lograrlo.
Menos mal que, en Valencia, las fallas están por encima de todo. Unifican hasta lo inconfesable: hasta la pérdida de ideologías, de posturas revolucionarias y de indignaciones de todo pelaje. O casi: las falleras mayores de años anteriores emitieron un comunicado en el que se mostraban «indignadas» por las protestas en la plaza del Ayuntamiento de Valencia durante las mascletàs. Así, al final, la fiesta prevalece, y con ella la unidad sobre la división. Otra cosa discutible es a qué precio se paga la unidad. Pero eso daría para otra entrada.
Como también daría para otra entrada una propuesta interesante: considerar el juego de las democracias parlamentarias hoy como una suerte de estructura fallera cuyos monumentos han de ser quemados de tanto en tanto, indultando a este o a aquel político. Pero me temo que son muchos los indultados y pocos los quemados, por ahora. Aunque ya se han ido produciendo quemas públicas de ninots. Dios no quiera que lleguemos a la quema de todo el monumento, algo que algunos personajes indignados parecen desear, pero que no llevaría a ningún lugar más que a un caos del que difícilmente podríamos salir. La democracia parlamentaria es nuestra última protección ante la violencia absoluta. Como la fiesta fallera ante la descomposición social. Por eso, a pesar de las convicciones que puedan tenerse –son las dos y media de la madrugada y la música se cuela a un volumen de discoteca a través de las persianas echadas y las ventanas aislantes–, debemos defender, por ahora en esta espera de la parusía, una y otra como mecanismoa que nos preservan de nuestra propia violencia de forma muy efectiva.
La #intifalla ha terminado antes de haber comenzado. Los ciudadanos indignados porque las manifestaciones de indignados cortaban las calles al tráfico pueden respirar tranquilos: disfrutan ahora de una ciudad completamente paralizada, pero sin una pizca de indignación. Y los indignados, mimetizados con el resto de celebrantes, podrán esperar a aguar la Pascua con nuevas manifestaciones. Para entonces todos habremos sido «indultados».
Por cierto, del pobre San José, como de costumbre, casi nadie se acuerda. El próximo lunes celebramos la fiesta del padre retirado, de esa sombra del Padre, de ese santo que se aparta, literalmente, para que Dios se encarne. Esa sí que es una buena falla y el mejor de los parlamentos.