No hay judío ni griego

Escrito por Desiderio Parrilla, publicado el 2 de enero de 2011

El cristianismo ya no es religión oficial de ningún Imperio ni tampoco del pueblo. El tradicionalismo lo considera una especie de religión mejor para gente presumiblemente mejor; incurre así en un moralismo mediante el cual cree que favorece a la Iglesia dándole cierta vigencia y protagonismo cultural en la sociedad actual.

Paralelamente, la subversión progre seculariza esa misma tradición para sustituirla y asumir su papel civilizador histórico, presentando su izquierdismo como la fuente legítima de ese mismo moralismo a través de sus ONGs, la educación pública “en valores”, sus planes de estudio, sus obras benéficas o culturales, la labor asistencial de orientadores, terapeutas, psiquiatras, trabajadores sociales que realizan como funcionarios a cargo del erario público una cura de almas humanística.

Los progres critican la noción de “cristiandad” para apropiarse de ella una vez secularizada. Los conservadores pretenden mantener los “valores” cristianos tradicionales, como si fueran algo dado o adquirido, como propiedad “natural” del mundo y no el resultado de la gracia.

Ésta es la novedad: todo es acristiano, perfectamente descristianizado. Casi nadie rechaza este proceso secularizador que lleva siete siglos en marcha sin visos de acabar. El choque entre derecha e izquierda ha sido el motor de esta descristianización. Lamentablemente muchos católicos no quieren entender este hecho en profundidad y no lo analizan. Creen saberlo todo de él por el mero hecho de que constatan sus efectos perniciosos. Buscan en su adversario político el chivo expiatorio a quien inculpar de los males de ese antagonismo.

Ahora bien, frente a esta renuncia, las escapatorias del pensamiento católico para no tomar nota de la realidad han sido múltiples: desde las corrientes ideológicas y regímenes dictatoriales de derechas en el período de entreguerras, al americanismo de los años 50-60, al marxismo de los 70, al occidentalismo de los 80 que precedió y siguió a la caída de los regímenes del Este en 1989.

Todas estas alternativas proceden de esta ceguera que originan la derecha y la izquierda tras la caída del Antiguo Régimen y que sigue desgarrando interiormente la Iglesia con sus evangelios apócrifos: yo soy de derechas, yo de izquierdas… Pero, ¿cuántos son de Cristo? A lo sumo de “Cristo, pero además de derechas”, de “Cristo, pero además de izquierdas”, pero nadie “de Cristo y para Cristo”, el evangelio sine glosa del Poverello.

Tras la caída del muro de Berlín (1989) y el colapso de la URSS (1991) la diferencia entre derecha e izquierda, sin embargo, ha desaparecido. Es un hecho que la Sociedad del Bienestar iguala a la democracia cristiana y la socialdemocracia de las democracias parlamentarias, de modo que derecha e izquierda no se distinguen en nada. Planteémonos qué diferencias cabe encontrar entre los  partidos de derecha e izquierda que rivalizan por los gobiernos. Ambos acuden a la Iglesia y a la tradición cristiana para obtener una identidad inexistente. Para distinguirse necesitan posicionarse respecto de un tercero, a favor o en contra, y este tercero es la Iglesia de Cristo, que ambos desvirtúan con su mirada ideológica. Asistimos a un torneo de tenis entre la derecha y la izquierda; pero la Iglesia de Cristo no es el trofeo sino la pelota.

Aunque ambos están equivocados, a la derecha reaccionaria y a la izquierda revolucionaria hay que reconocerles una intención correcta. Todas estas opciones eran intentos de retrasar o impedir el fin de la “cristiandad”. O estrategias para dar vida a una fe moribunda. Pero se nos revelan como ilusiones. La intención de ambos es correcta, pero sus actos son intrínsecamente malos. Cada una de estas opciones en el plano prudencial podía ser legítima para salvaguardar un espacio de libertad para la Iglesia, en razón de evitar cautamente un “peligro mayor”, etc. Pero se han demostrado ilusorias en el momento en que se ha vivido la opción ideológicamente: como respuesta a la presunta crisis del cristianismo.

Tanto la derecha como la izquierda reivindican un cristianismo reactivo, sacrificial, pelagiano, bien sea para sustituirlo y “perfeccionarlo” (izquierda), bien sea para protegerlo de su “degradación”  (derecha). La izquierda “sociata” se presenta con su humanismo universal como la ideología que puede asumir el antiguo papel civilizador de la Iglesia, manteniendo todas sus ventajas pero sin ninguno de sus “inconvenientes” temporales. Asimismo, la derecha se considera el único heredero legítimo de un cristianismo secularizado, masorético, sociológico y cultural, “tradiciones humanas sometidas a los elementos del mundo” (Col. 2, 8) que diría san Pablo, cuyo “liderazgo cultural” trata de conservar  mediante la demografía y el dominio de las esferas de poder, tanto económicas como culturales y políticas.

La derecha y la izquierda son ideologías enfrentadas desde la Revolución Francesa (1789) que trajo consigo el fin del Antiguo Régimen. Estas contra-ideologías mantienen engañado desde entonces al mundo civilizado sumiéndolo en su conflicto interminable que define la historia universal de los últimos dos siglos y medio. No es difícil darse cuenta de que este engaño se ha infiltrado incluso en el pueblo de Dios desde su origen y ha anulado incluso el discernimiento de sus ministros, dominando a obispos, alto clero, conferencias episcopales, universidades… El producto ideológico resultante es un pseudo-cristianismo, o cristianismo sociológico, derechista o izquierdista, que nada tiene que ver con el cristianismo original cuya única depositaria es la Iglesia católica.

Es lo que pasó con el sueño de la “restauración católica” de los años treinta en los regímenes de derechas en Europa y su revival antimarxista en las dictaduras derechistas de sudamérica hasta bien entrada la década de los 80. Un sueño que quizá podía retrasar el proceso de disgregación de las formas cristianas pero que, sin embargo, no podía generar ninguna fe genuina. Y también con el ideal “carolingio” de la Europa “cristiana” de Adenauer-de Gasperi-Schumann, premisa del american way of life que se desarrollaría durante los años sesenta, es decir, de ese modelo de vida que traerá consigo una secularización y descristianización sin precedentes.

Lo mismo sucedió con el “tercermundismo” evangélico, convertido en “teología de la revolución” o “teología de la liberación”, que englobó el cristianismo totalmente en el marxismo, generando uno de los delirios culturales más disparatados de la historia. Y, por último, con el occidentalismo católico de los años ochenta que, concebido como solución de la crisis “moral” de Occidente y fundamento de los derechos humanos, ha desempeñado realmente un papel político en la caída de los regímenes del Este. No podemos decir que haya hecho lo mismo —a pesar de las ilusiones del post-89— en cuanto al renacimiento de la fe tanto en el Este como en el Oeste. Por ejemplo, la influencia de la ideología liberal burguesa durante 30 años en Polonia  ha sido tan o más devastadora que la ideología soviética durante el mismo tiempo.

Puede afirmarse que no solamente las grandes estrategias políticas en la época moderna (reaccionarios/revolucionarios, absolutistas/liberales, progres/ultras, rojos/fachas), sino también en la contemporánea (la «nueva cristiandad» de Maritain, el «personalismo» de Mounier, la «Acción católica», las «democracias cristianas», incluso la «teología del desarrollo»), se mantienen como subvariantes de esta alternativa dualista entre la derecha y la izquierda. La teología del desarrollo, como muchas veces ha sido observado, podría considerarse como un aspecto de la política imperialista de la postguerra (la OEA, por ejemplo) incluso como incluida en la llamada «Teología del Atlántico Norte», o de la OTAN. . Su «teología de la historia» podría resumirse de este modo: el orden temporal tiene leyes de evolución mínimas que no conviene violar; atendiéndolas prudentemente, los pueblos, sin subvertir ese orden, podrán cumplir en esta tierra, pacíficamente y sin violencia, ejercitando las virtudes ordinarias naturales y sobrenaturales, el camino hacia la gloria eterna. Este desarrollismo de derechas, tecnocrático, ha dado un pendulazo hacia la versión izquierdista, contracultural: el ecologismo y el reciclaje como octavo sacramento, el indigenismo, los nacionalismos étnicos y la “teología de la inculturización”, la “teología norte-sur”, la protestantización del catolicismo, una eclesiología que sacrifica la Iglesia universal frente a las iglesias locales, el voluntariado ecuménico, la “santidad laica”, el feminismo y su “Teología de Género”, etc.

Este dualismo entre fe y vida presupone la aceptación preliminar de la visión neoilustrada, de su concepción positiva del proceso de secularización. Visión que determinaba tanto el occidentalismo acrítico de un «cristiano burgués», conformista y asimilado a lo existente, como el anti-occidentalismo utópico de un «cristiano revolucionario» que veía en el marxismo un humanismo positivo.

La Iglesia que se asoma a la Europa de la segunda posguerra no es la Iglesia aislada que pretendían defender los “ultramontanos” desde el siglo XIX. En el encuentro entre las democracias liberales y el cristianismo, ambos combatidos por los movimientos totalitarios, la Iglesia de Roma se afirma como baluarte espiritual del «nuevo» Occidente, como amparo de libertad, por su influencia sobre las masas, frente a la nueva amenaza procedente del comunismo soviético. En este contexto, estadistas católicos, como Konrad Adenauer, Aliceri de Gasperi, Robert Schumann, delineaban el perfil de Europa, mientras que pensadores como Christopher Dawson recuerdan sus orígenes cristianos. La alianza renovada entre Iglesia y Occidente, sin embargo, no implica en lo profundo identidad de puntos de vista. La ideología «occidentalista» que se impone en la posguerra, declaradamente neoilustrada, liberaloide, se inspira formalmente en los valores de la tradición cristiana (libertad, derechos del hombre, etc.), aunque negando su raíz, su ligazón con la memoria cristiana que es el Espíritu Santo.

Asistimos a un doble juego que por un lado rechaza la doctrina y el orden cristiano de la vida, y por otro reivindica para sí las consecuencias humanas y culturales de dicha doctrina. La ideología liberal lleva a cabo en este proceso una obra de secularización de los valores cristianos, y al mismo tiempo su disolución, por quedarse como ramas secas sin vigor.

En esta nueva situación, el Occidente, formalmente cristiano, no iba hacia un enfrentamiento directo con la Iglesia, aliada útil y necesaria, sino más bien a una asimilación tal de sus «valores» que convirtieran al cristianismo en algo inútil en su aspecto real, histórico temporal.

El escenario de posguerra comienza a modificarse notablemente con el derrumbamiento del comunismo. En la década de los ochenta se asiste a una renovada alianza entre Iglesia y Occidente, por el papel de aquélla en la disolución de los regímenes de la Europa oriental. La «revolución del 89» marca, en cierto sentido, el final de la larga posguerra comenzada en 1945. La Iglesia, al no estar ya vinculada a la defensa de una parte, puede encontrar una nueva libertad de movimiento, una libertad que no implica coincidencia entre catolicismo y occidentalismo, aunque no por ello hayan de surgir necesariamente divergencias.

Sin embargo, estas divergencias existen desde los 60 y se recrudecen en la época postsoviética. Es lo que la guerra del Golfo Pérsico ha puesto particularmente de relieve. Aquí la universalidad «católica» y la del «Nuevo Orden Internacional» se han planteado como dos maneras diferentes de entender la paz en el mundo. El chantaje a que fue sometida la Santa Sede durante el conflicto de la II guerra de Irak, enfatizado por los medios de comunicación, ha sido precisamente el de «traicionar» a Occidente. Este choque entre la Iglesia y el Nuevo orden Mundial se anticipó en cuestiones como la Cumbre de Roma (1972), la Cumbre de la Mujer de Pekín (1995), la política anticonceptiva y pro-aborto de la OMS, etc. En este ataque hacen bloque gran parte de las facciones de derecha e izquierda realmente existentes, que enemigas entre sí se hacen amigas frente a un enemigo común: Cristo y su Iglesia (Lc 23, 12).

Es precisamente tras el ataque del 11-S cuando el proyecto liberal entró definitivamente en crisis y esa crisis no ha hecho más que agravarse en el seno de la derecha circundante hasta hoy. La nueva derecha, tras el 11-S, el 11-M y el 7-J, para combatir a sus nuevos adversarios culturales y políticos reivindica una vez más a la Iglesia, la instrumentaliza para robustecer su posición frente a sus enemigos temporales. Se cobija en ella en busca de militantes, para recabar masas de adeptos, legitimidad moral. Sus nuevos enemigos son el “socialfascismo posmoderno” que se extiende por Europa, el anarquismo antiglobalización y contracultural que inunda el mundo, la amenaza islámica, el socialismo del siglo XXI o socialismo bolivariano que se extiende por Sudamérica, la izquierda definida de China y sus estados satélites, las plataformas geopolíticas emergentes tales como el BRIC, entre otros. La Iglesia en manos de la nueva derecha y los neocon es arma arrojadiza para salvaguardar los intereses temporales de ésta.

La izquierda indefinida actual, ya sea  laborista, estética, sesentayochista, welfarista, sociata-keynesiana, humanista, masónica o progre, sufre idéntica crisis a raíz de la crisis fianciera global. Los platillos están equilibrados y sólo la referencia polémica a la Iglesia permite vencer, alternativamente, de uno a otro los lados de la balanza. La única que pierde siempre es, sin embargo, la Iglesia que asiste con pena a este espectáculo lamentable del que son víctimas sus propios hijos, engañados y enfrentados entre sí bajo el influjo hipnótico de este fraude ideológico. El pueblo de Dios, cada vez más mundanizado, juzga la historia con un criterio que no es la presencia de Cristo sino los prejuicios mentirosos de esta confrontación secular.

De modo mucho más realista, Occidente, así como el Este, Latinoamérica, Oceanía y África, se presentan como tierra de misión, como tierra en la que el cristianismo como experiencia viva tuvo hace ya tiempo su ocasión, de modo que su reactualización puede tener lugar no en la mediación con los «valores europeos» –posición inevitablemente retórica y moralista- sino sólo en el encuentro vivo con hombres en los que la correspondencia entre el Acontecimiento de Cristo y su propia existencia es un dato evidente.

El integrismo católico escapa sin duda a la tónica de los neoconservadores y la “nueva derecha”, los maurrasianos de nuevo cuño, y todo el espectro de ideología ultra, heredera de la derecha reaccionaria. Sin embargo, el integrismo o las tendencias tradicionalistas fomentan y conservan un catolicismo tendente al pietismo devocional y el tradicionalismo en sus diversas versiones y renovaciones. Este catolicismo tradicional, que era todo lo que quedaba de la “cristiandad”, se ha demostrado desde el siglo XIX incapaz de colmar la separación entre la fe y la vida, entre el mandato divino de “evangelizar a todas las gentes” y el mundo al que se dirige esa evangelización. La brecha no hace sino agravarse todavía más en esta sociedad globalizada de 7.000 millones de almas.

Ante el derechismo tradicionalista cabe preguntarse con T.S. Eliot en Coros de «La Piedra»: “¿Ha fallado la Iglesia a la humanidad/ o la humanidad ha fallado a la Iglesia?/ Cuando a la Iglesia ni se la considera ya, ni se oponen/ siquiera a ella, y los hombres han olvidado a todos los dioses/excepto la usura, la lujuria y el poder.//Ellos tratan constantemente de escapar / de las tinieblas de afuera y de dentro/ a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie/ necesitará ser bueno”.

Los tradicionalistas, por fidelidad a la derecha histórica mantienen su adhesión a esta forma de vivir la fe propia de una “pastoral tradicional de sacramentos”. Matizamos que esta fidelidad a la “pastoral tradicional de sacramentos” no obedece ya a la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, sino a un apego temporalista a la derecha postrevolucionaria y el odio a las tendencias izquierdistas que destruyeron el Antiguo Régimen.

Es un error histórico seguir identificando la fidelidad a Cristo y a su Iglesia con apoyar una “pastoral tradicional de sacramentos”, así como asociar a traición o infidelidad la renuncia a esa pastoral como modo de vivir y transmitir la fe en la actual sociedad de tercer milenio. No es izquierdista darse cuenta de que la “pastoral sacramental tradicional”, base de la antigua cristiandad sociológica, es francamente insuficiente y precaria. La fidelidad a Cristo y a su Iglesia, y el amor a los hombres, es lo que nos urge con celo a anunciar el evangelio con una nueva pastoral, una pastoral de pequeñas comunidades, catecumenal y misionera, que anuncie a Cristo por todo el orbe.  El odio generado por las ideologías de derecha e izquierda es lo que impide percibir al tradicionalismo católico este hecho histórico sin precedentes.  

Esta neocristiandad tradicional es tan ideológica como la Alianza de Civilizaciones de la izquierda indefinida actual, heredera del krausismo y el internacionalismo masónico. Por su parte, la derecha apoya a la Iglesia Católica ya que está íntimamente ligada a la historia de occidente y porque su estructura jerárquica y su élite clerical es la imagen perfecta de una sociedad política y civil ideales. Sin embrago, menosprecian los Evangelios. La derecha ideológica sólo aceptaría una Iglesia sin Espíritu Santo, sin Camino de conversión, sin Kenosis, sin Siervo de Yahvé, sin amor en la dimensión de la Cruz, sin cargar sobre sí los pecados de los demás, sin Bienaventuranzas, sin Apocalipsis, sin amor al enemigo, sin persecución ni fracaso, sin secreto mesiánico, sin ser en suma un “pueblo escatológico” cuyo Reino no es, ni será antes de la Parusía, de este Mundo. En realidad, los neoconservadores son defensores de la cristiandad sin su cristianismo. Degeneran además en un neopaganismo que rechaza el núcleo esencial del Kerigma.

La cristiandad, despojada de su contenido, corría el peligro de convertirse en una barrera, un obstáculo para comprender lo necesario del “renacimiento” del cristianismo. No solamente la cristiandad europea y atlántica de los años 50, sino también la posconciliar, la dividida entre occidentalistas y tercermundistas, entre “derecha” e “izquierda”, entre “progres” que piden un Vaticano III y “carcas” que minimizan el papel del Vaticano II en la economía de salvación.

El proyecto derechista concebido, bien desde un punto de vista integrista como restauración desde arriba de una “sociedad” cristiana, bien laicamente como creación de una sociedad fundada en los derechos humanos se ha mostrado imposible.

¡El cristianismo, sin embargo,  debe renacer! De hecho, lo está haciendo. Y lo hace justo cuando esta cristiandad sociológica se muestra inoperante para hacer frente a los retos de esta sociedad globalizada de tercer milenio. Nietzsche se equivocaba: no es Dios quien ha muerto, sino su cristiandad tradicional. Era necesario un cristianismo sin cristiandad para liberar al cristianismo de la mentira de la derecha (porque el Antiguo Régimen ya no existe ni se puede reinstaurar) y de la izquierda (porque el Nuevo Régimen no es la Iglesia de Cristo ni lo será nunca).

Efectivamente, asistimos a la apostasía generalizada de un tiempo apocalíptico (Ap 12, 4). Empleamos el sintagma “tiempo apocalíptico” no porque se vaya a acabar el mundo, sino porque los signos de los tiempos han alcanzado una escala histórica universal que revelan un designio de Dios hacia su pueblo. De hecho, Apocalipsis no significa: “Fin de los tiempos” sino “Revelación”. El trompetazo apocalíptico no puede ser más atronador.

El pueblo que permanezca fiel será para Yahvé su “resto”. Este “resto” está llamado a dar testimonio de Cristo en medio de esta generación que ya no es cristiana. Este pueblo de Dios es un pueblo escatológico, no un pueblo temporal, que vive por tanto al margen del mundo y sus antagonismos ideológicos. Este pueblo recibirá en todas las partes de la Tierra donde se encuentre golpes a derecha e izquierda, golpes desde la derecha y desde la izquierda, como un flagelo constante de las fuerzas que dominan el Mundo.

Este cristianismo está amenazado por las ideologías, principados, dominaciones y potestades que politizan la Iglesia y obstaculizan la nueva evangelización para el tercer milenio. No puede ser de otra manera. Este pueblo remite, sin embargo, la Justicia de su Cruz al Padre, quien no permitirá que sus enemigos prevalezcan para siempre sobre ellos.

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4 comentarios en “No hay judío ni griego”

  1. FANTÁSTICO, ES UN ARTÍCULO PERFECTO, SÓLO LE AÑADIRÍA QUE SIEMPRE HA SIDO ASÍ EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA. sIEMPRE CONTRA CORRIENTE, AUNQUE TODO EL MUNDO QUIERA HACERLA CORRER EN SU DIRECCIÓN O HACERLA DESAPARECER.

  2. Pingback: Quien odia el Concilio Vaticano II « Evangelizadoras de los apóstoles

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