El coronavirus o de cómo es posible vivir juntos
Por David García-Ramos, a 27 de marzo de 2020. Día 15º de encierro
Unos día antes de que el coronavirus ocupara el centro de toda reflexión y de toda conversación, cuando todavía éramos libres para caminar por las calles sin motivo, porque sí, tuve uno de esos momentos diminutos e insignificantes de lucidez, que suelen asaltarle a uno de improviso. Sucedió todo a la vez. Una banda salía de una calle, tocando alguna pieza popular, algo muy típico en Fallas –todavía no se habían cancelado–. El caminar desenfadado de la banda y de los falleros, el de mis hijos delante y detrás de mí, el sol… En ese momento pasamos ante un almendro en flor, en uno de esos parques urbanos, en pleno Velluters, en una calle de esas en la que aún el lumpen campa a sus anchas, pero sin conflicto con el ciudadano y con el turista. La música, el sol, la extraordinaria belleza de la flor del almendro, y también la mezcla ciudadana, el gentío –no muy apretado aún, tranquilos–, el simple estar juntas todas estas cosas como la cosa más normal del mundo.
Se conoce que estaba dándole vueltas ya a estas cosas del coronavirus –disculpen la imprecisión, cosas del confinamiento–, no lo sé, pero lo cierto es que me encontré a mí mismo preguntándome por la maravilla de esa escena, la maravilla de la convivencia, del vivir todos y todas en este ciudad sin caer en espirales violentas, en dinámicas de destrucción y deterioro. Antes al contrario, cada vez más, se veía todo más bonito, más amable, más educada la gente. Por ejemplo, solo dos semanas después de mudarnos nuestros vecinos subieron a protestarnos unos ruidos de mis hijos. De lo educados que fueron, que son, casi nos costó saber en qué consistía la protesta: se quería dialogar algo que no admitía diálogo. Los niños hacen ruido. Si molestan, les pido que se callen y que no anden corriendo. Que no arrastren sillas. Pero no hay nada que dialogar ni que discutir. Son hechos, no valoraciones. La valoración podría ser la tolerancia al ruido, a los decibelios, de mis vecinos. Poca, a mi entender, la normal bajo su punto de vista. Hay bando municipal, hasta las 10 se puede practicar con instrumentos musicales, por ejemplo. Habrá, digo yo, unos decibelios máximos. Un hecho, un dato, que nos permite actuar, decidir qué está bien y qué mal, quién estaba equivocado, quién tiene que rectificar. Tendremos tiempo de testarlo durante lo que se presenta como un largo encierro, sí, con nuestros seres queridos, con la unidad familiar, pero en muchos casos también con esos extraños a los que no prestamos demasiada atención y que sin embargo están ahí, al acecho. [Desde aquí, gracias a los vecinos que nos aguantan].
¿Por qué digo esto de los datos? Porque sobre el coronavirus hay también datos, hay montañas de datos. Si no que se lo digan al Presidente Sánchez, que en la comparecencia de balance de una semana de estado de alarma disparó números y más números, como si los datos fueran una barrera para contener lo desconocido. Porque con los datos no caben valoraciones. ¿O sí? Pues parece ser que sí. No hablo de las del gobierno o las de la comisión encargada de la gestión de la crisis. Lo que ellos hayan valorado ha demostrado ser erróneo, o, cuando menos, llegar tarde o no ser suficiente. Pero es que con tanto dato es difícil hacer valoraciones que acierten. La estadística se ha convertido en la ciencia madre de todas las ciencias. Kiko Llanera en El País, por ejemplo, ya desde el fiasco de la repetición de elecciones en España, se ha convertido en una especie de profeta, un interprete del divino mensaje enviado por los datos, los porcentajes, las curvas, las predicciones. Y si de predicciones estamos hablando, la mejor es la que nunca se cumple, la del profeta Jonás, que tuvo tanto éxito en su profecía que no se cumplió (Dios no se cargó Nínive), con el comprensible cabreo de Jonás. Hombre, no se le manda a uno a decir que esto se acaba para que luego no se acabe. Esa ha parecido ser la lógica de muchos de nuestros políticos y de casi toda la ciudadanía: «para qué vamos a ponernos en lo peor, si luego seguro que no es para tanto». Siempre hablamos de la fragilidad de la vida, de lo poco que podemos controlarla, de que no sabemos ni el día ni la hora, pero siempre es para el otro, para el que nos abandona, para el que muere, para quien lo decimos: son palabras de panegírico, y quienes las escuchan son los que sobreviven. Es decir, para la víctima, convenientemente alejada de mí y de los míos, de todos, en el centro del círculo, aislada del cuerpo social y a distancia: los mayores, las personas con alguna dolencia, etc. Dará para muchísimos análisis el comportamiento de las masas, que van desde la imprudencia hasta los más elevados actos de generosidad y altruismo.
El verdadero apocalipsis es siempre una revelación de la verdad. Y la verdad es que el Amor prevalecerá, estoy bastante seguro. Siempre. Mañana como hoy, y hoy como ayer. ¡Gracias a Dios! Hay médicos y enfermeras, y repartidores, y policías, y dependientes en los comercios abiertos, y, estoy bastante seguro, gente que cuida de los necesitados: enfermos, sin techo, prostitutas, etc. Hay sacerdotes que conozco que visitan a los enfermos, siguiendo siempre las indicaciones de las autoridades (en IFEMA, en las capillas de los hospitales). Las democracias occidentales no son las sociedades egoístas y vacías que solíamos creer. O no son sólo eso. La santidad ha sido normalizada, o tal vez, está tan escondida como siempre lo ha estado. Pero la encontramos en todas partes, actuando. En una columna reciente, el cineasta y escritor Rodrigo Cortés coincidía en algo que yo mismo he ido pensando con los años: es necesario algo más de silencio y algo menos de símbolo, porque cuando todo significa, todo termina siendo ruido, significando nada. El silencio es un lenguaje que invita a la paciencia de la espera, a la escucha, a la Vida como temporalidad, como acontecimiento extraordinario que nunca debería dejar ya de sorprendernos, dándose a cada instante.
Pasan los días, la cosa empeora en España y parece que lo hará aún más. Lo peor está ya aquí, llegando. Girard cierra su último libro, Achever Clausewitz, con las siguientes palabras: «vouloir rassurer, c’est toujours contribuer au pire» (querer tranquilizar es siempre contribuir a lo peor). El profeta es el que inquieta, el que nos saca de nuestra quietud. Paradójicamente, en estos momentos de encierro, los profetas nos piden metanoia, cambio de sentido (y de pensamiento), conversión. Una conversión que podría ser también un versarse, pero dentro más que fuera. Dupuy en su Petit métaphysique du tsunamis cita a Gunter Anders, ese profeta de la desgracia nuclear que tan bien describe otro filósofo judío, Hans Jonas en su El principio de responsabilidad (p. 71):
“Planteándolo de forma elemental —dice—, se trata del precepto de que hay que dar mayor crédito a las profecías catastrofistas que a las optimistas”
¿Significa eso que hemos de perder la esperanza? No, ni mucho menos. Significa simplemente que para poder actuar en este contexto tenemos que ser capaces de «ver» que lo peor está por venir, que es responsabilidad nuestra creerlo y actuar en consecuencia y que, paradójicamente, creer eso, que lo peor está por venir, que va a hacerse realidad, será lo único que lo evite.
Claro está que esto plantea una última cuestión de la que hablaré en mi próximo post: ¿qué pasa cuando yo sí me lo creo, y espero pacientemente en casa a que todo pase, tomando no solo mi parte de responsabilidad, sino toda la responsabilidad, y el otro, tercamente, continua saliendo fuera, exponiéndose y exponiéndonos, con su tranquilidad, a que lo peor termine por suceder? ¿Qué pasa cuando desde nuestros balcones vemos a los tranquilos paseantes demorarse en bancos y esquinas, disfrutando de una libertad que nos hemos negado a nosotros mismos y que, en el fondo, les envidiamos?
Nos queda, como Rodrigo Cortés nos decía, un poco más de silencio, un poco más de no saber, de callar, de no querer controlar. La tradición filosófica occidental que arranca en Aristóteles nos dice que la realidad puede ser etiquetada, clasificada, analizada, nombrada; es decir, controlada. Lévinas, en su Ética como filosofía primera nos recordaba que hay fenómenos que no son fenómenos, que no pueden asirse [saisir], sobre los que no podemos ejercer nuestro dominio. Esos pre-fenómenos nos obligan a mentirnos a nosotros mismos con ficciones de control o a reconocer que no podemos, que no sabemos y que lo único que nos queda es la santa humildad de reconocernos responsables de los males pasados y por venir. En otras palabras: cuidar al otro, mirarle siempre como un más allá de todo control, de toda posesión. Entrar en la nueva lógica del don, del servicio, de la responsabilidad. Circula estos días por «ahí» un supuesto poema del siglo XIX que habla de esta catástrofe como una oportunidad para que el mundo sea creado de nuevo: saldremos y todo será nuevo. Una creación que lo renueva todo. Estamos a unas semanas de la Pascua. Que este año sea fecunda, oculta como va a ser, en la noche, en medio del temor y del temblor, del no saber qué pasará, en la pequeñez de cada casa, en la espera de Dios.