Teatro y violencia:
el fin de las artes (II)

Por David García-Ramos Gallego, el 26 de septiembre de 2011, lunes.

La deriva del arte hacia terrenos en los que trata de narrar su propio final no implica necesariamente una menor calidad artística. El problema no reside en formas agotadas o en formas sin sentido. No hablamos aquí de la imposibilidad del arte sino de lo que, tal vez, constituya su tarea más urgente y necesaria –como también más difícil–. Tener como objeto el final, más aún, el propio final, hace que toda tentativa artística deba responder a retos cada vez más complejos.

Lo cierto es que en teatro, como en novela o en las artes plásticas y en la música, la búsqueda de nuevos lenguajes que se produce con el paso del siglo XIX (con afortunada expresión lo llamó mundo de ayer Zweig) al siglo XX supuso un cuestionamiento de la misma categoría artística, de su valor y de su papel en la sociedad. El teatro, a lo largo del siglo XX y sobre todo en esta ya pasada primera década del XXI, ha servido como aglutinador de artes que podríamos interpretar de dos maneras: por un lado, siempre se ha dicho del teatro que es un artefacto semiológico total (lo decía, más o menos así, Bobes Naves en su Semiología del teatro); en él todas las artes se suman en la construcción del significado. Por otro lado, parece como si fuera la última de las artes y la más auténtica, en tanto conserva viva su raíz pública, que otras han perdido (en los museos la mirada es privada, por no hablar de la poesía, la novela y la música: con el iPad hemos privatizado literalmente las artes), y en tanto su carácter no comercial (hoy el teatro no gana dinero, sobrevive de subvenciones y a base del voluntarismo de quienes lo hacen); la más auténtica por ser la más original, por ser la que menos escamotea su origen sacro, y, por ende, violento.

Hablar, por tanto, de fin de las artes y teatro no resulta, así enmarcado, tan “extraño”. El teatro se renueva y se actualiza, hoy, de dos maneras: sirviendo de aglutinador público de todas las artes que han perdido su lugar en el ágora y convirtiéndose en el vehículo perfecto para narrar, o mejor para escenificar, la muerte del arte. Lo vienen haciendo en el teatro grandes autores en los que iremos profundizando en sucesivas entregas de este post: Antonin Artaud y sus predecesores, Alfred Jarry y otros no tan conocidos; todo lo ancho y amplio del teatro del absurdo, desde Ionesco a Beckett, pero pasando también por nuestro Arrabal y, más actualmente, Rodrigo García; las propuestas entre transgresoras y mediáticas de La fura dels bauls, las operas de Calixto Bieito, y otros enfants terribles de la escena.

Como botón de muestra que merecería la pena analizar en profundidad (también por la inclusión del valor sacro de la gastronomía), valga este vídeo del montaje que La Fura hizo del Titus Andronicus de Shakespeare:

[youtube=http://www.youtube.com/watchv=wA28vXtHT98&feature=related]

Lo cierto es que se manejan de forma explícita elementos religiosos embebidos de una violencia que hacen saltar todas las alarmas. El uso de estos elementos, como señalábamos en un post anterior, mantiene una estrecha relación con la fuerza o calidad de la catarsis. La presencia explícita de estos elementos, no obstante, no significa necesariamente que los perpetradores del montaje de turno tengan muy claro el verdadero papel que desempeñan dichos elementos. Se trata más bien de un retorno neopagano a los mismos mitos que nos ocultan la verdadera dimensión violenta de nuestra cultura (de toda cultura, diría Girard), pero con una diferencia, diferencia que marca precisamente que estamos al final de estas cosas: hoy ya no sirve más que para provocar, repugnando a los más puritanos y dejando fríos a los que suelen preferir experiencias aún más fuertes. La provocación, objetivo de muchos de los autores que he citado más arriba, es hoy una parte más del sistema, como si hubiera formado parte de la escena desde el principio, y su poder de generación semiótica ha descendido escandalosamente. Ya todo nos sabe a poco, o a lo mismo. Más de lo mismo. La catarsis pierde su poder cuando perdemos la capacidad de sorprendernos.

En futuras entregas trataré de trazar una historia de la catarsis en la postmodernidad, arrancando en Artaud y llegando hasta nuestros días. Mientras, paciencia (virtud en trance de perderse gracias a la red).

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4 comentarios en “Teatro y violencia: el fin de las artes (II)”

  1. Querido David,
    Das en el clavo. En la Fura dels Baus (y no del bauls) observamos una cuestión que es ciertamente difícil de tratar. La impunidad en el diseño mermado, en detrimento suyo, en favor del uso explícito de símbolos, imágenes y objetos que combinados así o asá, formulan un mensaje: ése es el problema. En realidad, es un problema que está presente en todas las artes. Pero, insisto que es un problema muy complejo. Quisiera enumerar los motivos, apoyándome en algunas cosas que tú dices:
    1º Descubrir la especificidad del lenguaje artístico que uno trabaja, implica descubrir su conexión con la existencia y expresión de contenidos que no poseemos . (porque es el alma humana lo que ha generado los lenguajes artísticos en función de sus carencias) Sin embargo, vemos que existe la tendencia contraria, el artista impone su organización de la realidad mediante la técnica. Ésto, como muy bien dices, oculta en lugar de des-velar. En el caso del teatro, impide la catarsis. En su lugar se nos impone la obra, su contenido, su estética. En lugar de anhelar lo que no poseo, que es Dios; impongo lo que yo tengo, que es mucho pero no consigue trasladar al espectador a la catarsis sino al lugar donde ya estábamos, pero peor, constatando que, de momento, no vamos a movernos de aquí. El arte se vuelve en instrumento que secunda la miseria, la ratifica, no abre una posibilidad, una esperanza. En cierto modo la niega, porque se supone que el arte es el lenguaje de lo más difícil, de lo más anhelado. Si nuestro arte es el equivalente a la persistencia de este mundo, no es más que el arte del poder de este mundo, su parcela estética.
    2º Creo que no hay debate posible. El «UTILIZAR» un lenguaje artístico es una posición que se ha dado desde el medievo (en lo que he sido capaz de ver) y en los casos que ha habido, no sólo no se ha resuelto la discusión teórica sino que ni siquiera los artistas han sido capaces de comprender cuál era el problema.
    3º Al hilo de esto último: Leonardo da VInci, intuyó e intentó hacer comprender en su época la diferencia entre USAR la pintura y la pintura como un método de conocimiento, en el sentido más humilde y abierto a Dios del término. Leonardo hacía preguntas a la realidad, intentaba desarrollar una pintura que recuperase la visión de la «chispa» que hay detras de la opacidad de este sistema. Y si conseguía plasmar la chispa, es que había esperanza para el hombre. Tal es la autoridad y la veracidad del arte cuando se hace con verdad. Esa es, a fin de cuentas, la catarsis. Sin embargo, estoy seguro de que a casi todo el mundo, Leonardo le parece un pintor de simbolismos, en el mejor de los casos, cristianos. Si él, que consiguió lo que se propuso, ha sido interpretado como un alquimista, masón, brujillo, descubridor de cosas ocultas que nos revelarían la verdadera identidad del que está sentado al lado de jesús en el fresco de la última cena y que se acostó con maría magdalena que a su vez era una bruja… significa que ser sensible al lenguaje artístico no es nada fácil, ni común.
    4ª Si un artista, como por ejemplo Yturralde o Valdés, leyese esto, estaría convencido de A) yo trabajo de la forma correcta aquí planteada o B) este no es el problema del arte.

    Perdonadme, que me he extendido mucho y mal, porque me he dejado cosas por decir.

    Un saludo a todos…no juzguemos y no seremos juzgados.

    Eduardo. Pintor en su imaginación…

  2. Bueno, antes que nada me permito agradecer esta estimulante lectura a David y al señor Eduardo que respondiendo a la primera entrada ha añadido otras problemáticas a la cuestión tratada que es de por sí rica y digna de multiple mención. Tengo la intención de ser breve, mas temo una derrota de antemano, pues hay varios aspectos que me han parecido estimulantes. Voy a concentrarme en unos pocos, «los primeros que se me vinieron a la cabeza», por así decir.

    Uno que mereció una mención somera pero creo que explica la gran ambigüedad y esencia del fenómeno teatral contra los otros artes: su ausencia como un éxito monetario, su exclusión del sistema de mercado en el primer sentido, sea por su capacidad performativa o lo que sea. El teatro y sus variantes exigen no solo la presencia del dinero del espectador, sino su cómplice acuerdo y en más de un sentido, su participación. La literatura y el mercado del libro son cosas distintas, el literato es un ente marginal que representa una minoría artística que se quiere la elite del abecedario, mientras que el mercado sobrevive con las recetas que funcionan. Los asiduos al teatro también son una minoría marginal, y en esencia poco cómplices con el mercado, altamente detallistas, inclinados por favoritismos muy propios de cada quien. Además, entre esos amantes del teatro están los actores y productores de estos, reduciendo en cierto modo al espectador «pasivo». El teatro de variedades, menos elitista y fundamentalmente popular, siempre ha existido; pero su exigencia de presencia física cuando existen las mil comodidades alienantes en el entorno, incluído el trabajo la fatiga y otras exigencias cotidianas, borran este exigente entretenimiento. Y es que la presencia física en el teatro es toda una evidencia, no hay cambios de ángulo ni botón de pausa que nos granjee una posición privilegiada de poder: Uno se halla allí, presente, con todo y sus carencias.

    Claro, me dirán, eso es siempre. En ningún arte nos sacamos el cuerpo para leer, hasta para chatear movemos los deditos. Pero en lo virtual trata de borrarse uno mismo, regresamos a un estado de distracción particular, a un estado de descanso abrutecido que sin embargo necesitamos ante la presión que el mundo exterior pretende ejercer sobre nosotros. Cuando uno no es, no participa en el fenómeno religioso, no se invierte en una escena, no es teatro. Uno va al teatro como a la vida, no va a saltársela o a digerirla con el hábito instantáneo con que se lee un twittazo ni se compra una postal. Y si el mercado nos pudiera granjear una experiencia de vida válida, probablemente ya la habría inventado. Tal vez por eso el teatro está al margen de la economía, no se puede consumir -tomese la palabra en todo su sentido-.

    Ahora, si el mercado ha fracasado, el artista, que tiene infinitamente menos recursos, también había de fracasar. El teatro moderno o post-moderno ha tratado de dar cuenta de la presencia del espectador, de interpelarlo, de acariciarlo, de violentarlo por muchos medios o métodos. Esta curiosa voluntad -que estrictamente suena tan rica y ambiciosa-, no ha logrado sino vaciar su fuerza en forma de débiles, terapias, en juegos de estilo que sensualmente se nos figuran meros garabatos de un infante, caprichos de escena. Entiendo bien que la lucha podría darse por perdida desde que las experiencias extremas -como la droga y el sexo- se nos han banalizado. No ayuda tampoco el hecho de que todo lenguaje es código y la simple transgresión de las reglas no hace sino constatar dichas reglas y cambiarlas por otras igual de arbitrarias, o bloquear la comunicación. Puede que el error esté en que la percepción de un solo hombre es una herramienta inadecuada para hacer un cuadro de teatro digno. Tal vez la cuestión es menos dramática: necesitamos artistas que sean más místicos e intelectuales. Por lo demás, la marea del arte suele recuperar viejas andanzas y habrá en su momento, nuevas iteraciones del teatro que tendrán algún exito, aunque tal vez el problema radique en el concepto de éxito en sí.

    Eduardo, tu reflexión me parece atinadísima en varios niveles, aunque el punto 1 de tu reflexión me levanta algún cuestionamiento. Yo creo que en efecto estamos frente a un problema de lenguaje, o para que se entienda mejor, de intercambio. Por un lado, la incapacidad del espectador -yo siempre digo lector, sea el arte que sea- de entender, por el otro la incapacidad del creador de ser un lector. Esto no es necesariamente la culpa de nadie, históricamente el hombre no se preocupa mucho por lo que dice mientras haya hablado «fuerte y claro». En nuestra susodicha época de la comunicación, tenemos maneras tan efectivas de comunicar que prácticamente no importa eso que decimos. Aprender o gozar un lenguaje artístico es una cosa de gusto y de tiempo, es una experiencia a la que hay que abrirse con tranquila felicidad, que al cabo que no hay prisa. Se nos ha vendido la idea de que el arte se logra estrepitosamente y que eso es el genio. Entiendo que en estas complicaciones podríamos hablar de «niveles de muerte» del arte, porque el arte tiene muchas y diversas tumbas, como si la crítica ganara créditos funerarios en lugar de constatar alguna otra continuidad.

    En todo caso señores, un placer intercambiar frases con ustedes.

  3. Querido Arrowni,
    Hace un mes que no entro en este blog, ni en ninguno, y no sospechaba que alguien hubiese dejado una nueva respuesta. Normalmente mis respuestas son las últimas que se dan de cada tema, porque en el fondo trabajo al servicio de los que desarrollan esta página, especialmente para Wilfredo Lam.
    Antes de nada, decirle que no respondo ante la categoría de Señor, por lo tanto no se dirija a mí como señor Eduardo, sino como Basura. Ya sé que no firmo así, no es culpa suya, es que no me gusta hacer ostentación de mis méritos.
    La cuestión es que no estoy seguro de que haya comprendido a lo que me refería en el punto 1 en cuanto a la especificidad del lenguaje. Tenga en cuenta que este aspecto me lo he medio inventado yo. Uno de los que escribieron un poco sobre el tema fue aquella mujer rusa, Andrei Tarkovsky, en su libro «Escupir en el tiempo». De una forma que a muchos nos ha parecido brillante, dando rodeos, exponía la pregunta de qué es realmente el cine, para poder hacer yo cine. Y uno se pregunta ¿es que es necesario hacerse esa pregunta? Hombre, claro que no es necesario. Tenemos grandes películas cuyos autores probablemente no se hayan cuestionado acerca de esto.
    Entonces, para que no caiga en saco roto nuestro debate, le ruego que me exponga qué es lo que entiende usted por especificidad de las artes. Y así partiremos de un punto en común, o quizá el debate sea realmente este. Luego me gustaría hacer un estudio sobre el valor de la palabra Dios y su capacidad para invalidar cualquier idea. Por ejemplo:

    «El sol sale por el este»
    «Muy bien, Pepito»

    «Dios saca el sol por el este»
    «Pepito, eres gilipollas»

    No se hace una idea de lo bien que me lo paso diciendo tonterías. Cuando Dios me tenga que juzgar por cada palabra ociosa que he dicho, creo que optará por colarme en el cielo.

    Atentamente,
    Nosirvomásqueparahacerelmal Piquer

  4. La especificidad del arte es responder a la (falsa) pregunta «qué NO es el arte» y entonces arteramente tratar que el arte lo sea. Eso para responder a la pregunta mi estimadísima Basura, aunque francamente lo que estoy batallando es en averiguar que estaba pensando yo al responder lo que respondí la ocasión anterior. Supondré que hice una de las dos transformaciones siguientes:

    El arte brilla por su ausencia y es una pobreza en parte porque es el autor que lo decanta en lugar del espectador. El milagro artístico es parcial porque no importa lo que aquel otro -el creador- haga, uno no comparte esa acción como verdadero actor sino como receptor. La analogía de que uno impone lo que tiene en vez de lo que no posea empezaría pues a fallar incluso antes de inmiscuírnos en la realidad, aunque Da Vinci tenga éxito uno en su propósito uno seguramente fallará. La creación del arte y la confirmación del arte son fuerzas opuestas y practicamente contrarias en esta visión pesimista.

    El segundo salto hipotético que pude efectuar fue suponer que la materia, los elementos específicos del arte e incluso la mente humana, si pueden efectuar el milagro de reproducir lo divino. En realidad no porque la pintura sea imágen, la música ruido y el baile patadas, se vuelven incapaces de la totalidad. No es por lo que el arte es, sino por lo que queremos que sea, que su fracaso puede tocarnos. Si comprendieramos lo que es el universo, el arte que es el universo sería comprensible. Pero no siendo el caso, nuestro fervor por utilizar códigos definidos en forma de intercambios, de lenguajes o de ecuaciones, terminaría siendo nuestro infortunio.

    Por esos dos caminos -se me ocurre- pude pasar para transformar una clara sentencia en una extraña respuesta, no presumo que sean válidos ni mucho menos inteligentes los vínculos, pero es lo más parecido a una responsabilidad sobre aquel que se supone fui a la hora de mi primera respuesta. Y bueno, por la atención de la respuesta tan tardía, especialmente sabiendo que suele ser rara.

    Un saludo.

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