Festivales de música, romerías modernas

David García-Ramos, 22 de noviembre de 2010

Asistir a un festival de música tiene mucho de religioso y ritual: cada año las mismas fiestas, cada año lo mismo, pero renovado –renovado el cartel, renovada la estética y, sí, renovado el precio siempre al alza–. La proliferación de este tipo de encuentros musicales en verano es como para plantearse si hay crisis y dónde queda. Eso sí, con cierta gracia, y adaptándose a los tiempos de apreturas, se inventan un Lowcost Festival. Me hace gracia porque si se puede organizar un lowcost en esto de los festivales es probable que los que no lo son, vamos, los caros, saquen tajada y buena de todo esto. O que ofrezcan un producto mejor, más elaborado. Vamos, como la diferencia entre viajar en Iberia o en Ryanair… ¿o es que no hay diferencia?

Este verano me he vuelto a embarcar, creo que por última vez (ya lo he dicho, y repetiré), y voy a asistir a ese festival de rebajas. Los grupos nuevos que suenan como los de antes, y los de antes que no te puedes creer que sigan tocando. Siempre me han abrumado los carteles, los fancines y las revistas que hablaban de todo lo que se suponía que tenías que saber sobre lo último más allá de lo último de esta mañana en el desayuno. Nunca entendí cómo era posible saber tanto de una música que ignorar hoy lo último en música alternativa está al alcance de cualquiera que no disponga de 24 horas para escuchar los cientos de grupos, solistas y “experiencias musicales” que parecen creer aún que están haciendo algo nuevo. Sus seguidores son del mismo pelaje: es difícil que reconozcan no conocer el cartel. Que reconozcan que están haciendo lo mismo de siempre –he aquí su valor ritual– negando esa mismidad. Que reconozcan que no hay nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿qué van a ver?

Bob Dylan ­–pero no es el único– afirmaba que se aburriría si siempre tocara igual sus canciones, si se imitara a sí mismo hasta el hastío. De forma que cuando uno ha tenido la suerte de ir a alguno de sus conciertos, puede quedar decepcionado porque el muy judío no ha tocado ninguno de esos míticos temas ­–nótese de nuevo lo ritual– con los que muchos hemos crecido. Y, sin embargo, ha sido y es él mismo cada vez ya siempre. No rehuye su mismidad. No puede, de hecho. Este tipo de honestidad deshonesta es difícil de encontrar en estos festivales. El esfuerzo que realizan por superar-se es de tal calibre que no se molestan ni en cargarse a sus padres: todos hacen una música tan distinta que es difícil separarlos entre sí. O bien: el bosque de diferencias se hace tan intrincado que encontrar claros o senderos transitables –caminos en el bosque– es una tarea de héroes.

¿Que por qué voy, entonces? Porque en el fondo yo también quiero, ritualmente, disfrutar de esa misma auténtica indiferencia: allí somos todos iguales, todos buscamos lo mismo –la distinción, la marca, la diferencia. Esa es la carta inconfesable de mis motivos. La carta que enseño públicamente es la carta del trabajo de campo, de la antropología, del interés cultural de este tipo de encuentros. No podría soportar verme como un fan fatal más, pero en el fondo es lo que soy, o en lo que me convierto, ya desde unos días antes del evento.

Voy porque se trata de un acontecimiento en el que no sucederá nada –acontecimiento que traiciona su sentido– aunque el despliegue de medios es como para que pase algo. Si me dejáis presumir, en una cena con los mejores amigos pasan muchas más cosas aunque parece que no pasa nada.

Y porque es más barato.

Si queremos llevar a cabo un análisis antropológico del fenómeno de los festivales de música, primero es necesario establecer qué tipo de fenómeno y que objetos antropológicos están en juego cuando hablamos de festival de música. Sería interesante compararlo o asimilarlo al concepto de rito o ritual. Soy consciente de que no descubro a nadie el océano haciendo una afirmación de este tipo.

Nuestra visión de este tipo de actividades es intuitivamente ritual: vemos el rito allá donde se encuentre. Pero verlo no significa comprenderlo ni explicarlo. De hecho, precisamente por tratarse de un tipo de conocimiento intuitivo, va acompañado de un cierto desconocimiento, una zona oscura en la que percibimos pero no necesitamos explicar. Más aún, nos resistimos a explicar porque esa explicación acabaría con el misterio o la zona oscura que hay en todo ritual y que nos permite participar de él sin ruborizarnos. Veamos por qué.

En primer lugar, el fenómeno: una gran aglomeración de gente que recorre hormigueando el recinto del festival, de un escenario a otro; escenarios como altares de un nuevo foro romano; silencio y éxtasis a partes iguales, colectivización del grito, comunión del trance; organizadores y empleados como sacerdotes y monaguillos; la promesa de una trascendencia absoluta, inexpresable, inenarrable –de hecho su misma narración supone ya una pérdida respecto a la vivencia–. Comencemos por el final: ¿en qué consiste esa trascendencia? En ir más allá de la propia música, de los intérpretes, de uno mismo. Existe una metafísica del espectáculo que se apoya en la expectación que de suyo genera el espectáculo hasta el momento de su acontecer.

Todos en fila, esperando algo, sin avanzar, adorando.

Uno asiste a un espectáculo con cierta esperanza. Se me dirá que no es verdad, que no siempre es así. El crítico, por ejemplo, no espera nada, o suspende sus expectativas ante la labor que atiende: el juicio. Este juicio es ya una trascendencia que excede y que va más allá del espectáculo, del acontecimiento. En el otro extremo encontramos al groupie, que lo espera todo, que eleva la mediocridad objetiva a virtuosismo y genio. En medio tenemos a la masa, formada por todos aquellos que esperan cosas tan distintas que sería injusto hablar de trascendencia aquí. Y, sin embargo, observen las fotos de la masa.

¿Es posible ver en este animal la diferencia de cada uno? ¿No se observa más bien la identidad de todas las diferencias? La masa somete incluso al groupie y al crítico: señálese, si no, dónde se encuentran.

Es cierto, muy cerca o muy lejos, pero orientadas respecto a la masa, como sacerdotes, como individuos escépticos y críticos con la religión, con el rito, pero igualmente sometidos a él: el groupie lo sacrifica todo en el altar del ídolo, y el crítico sacrifica al ídolo en el altar de algo más elevado, o en su propio altar. Ninguno de los actores escapa al rito, al sacrificio, a la estructura, en definitiva, religiosa.

Pero de los tres actores, el más interesante es la masa: voluble, groupie hasta el extremo, crítica en exceso, según con quien se encuentre y el viento que sople. Fuera de la sala, fuera de la arena, del templo, todos son críticos, y casi ninguno quiere reconocerse groupie. Pocos o ninguno admitirán que mientras estuvieron allí se sintieron uno con miles de personas, que se dejaron llevar sin rubor por la ruta transitada de las muchedumbres.

Existen, por supuesto, individuos que ven todo esto y resisten al embrujo de la masa. Yo, lo confieso, soy demasiado mimético: me zambullí en la masa y disfruté como un enano. Carne débil que es uno. Eso sí, estaba rodeado de críticos y groupies y toda clase de independientes y alternativos (se me dirá que estoy resentido, pero ya no, estoy enmasado: ovejita que es uno).

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